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El problema no es la falta de regulación, sino el descuido sobre las decisiones de inversión.
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Regular el mercado no elimina el riesgo, solo cambia quién tiene el derecho de engañar a quién.
Este artículo fue escrito por Mónica Castro. Profesora de lenguaje de formación. Editora de libros digitales y desarrolladora web. Entusiasta de las criptomonedas y del mercado libre. Interesada en todos los contenidos que promuevan las libertades personales y la responsabilidad individual. Sea que nos conduzcan al paraíso o al abismo.
Desde hace más de una década, el mercado de las monedas digitales revive -como en un eterno retorno- el mismo ciclo: creación de un activo digital, lanzamiento al mercado, impulso violento al alza, impulso violento a la baja.
Un pequeño grupo cosechará la mayor parte de las utilidades, por dos sencillas razones: poseen de antemano el activo (desarrolladores) o accedieron a información privilegiada (allegados).
El otro grupo arribará en tropa, seducido por el espejismo del activo en alza, solo para terminar financiando con sus pérdidas las ganancias del primero.
¿Por qué un evento tan predecible y conocido trae cada vez nuevos participantes e incluso reincidentes? Y cada vez vemos el mismo valle de lágrimas de personas gritando a los cuatro vientos “¡Estafa!”
Es decir, que se insiste en llamar ‘estafa’ a un fenómeno recurrente, predecible y en última instancia, de participación voluntaria. Amparado en el relato de las víctimas frágiles y vulnerables: viejitas con jubilación miserable, profesores cargando deudas históricas, padres de familia desesperados que apostaron todos sus ahorros, taxistas vendiendo sus taxis tras años de sudor en la frente. Sin embargo, nada más alejado de la realidad.
Suelen más bien participar personas digitalmente alfabetizadas, con conocimientos más o menos avanzados de cripto, capaces de manejar billeteras basadas en códigos alfanuméricos o de conectarse a intercambios descentralizados de contraparte desconocida. Todos ellos con algo en común: el sueño de que el dinero se comporte como una lluvia de maná virtual, cayendo livianamente sobre sus cabezas al toque de una tecla. Y los artífices de estos eventos, lo saben perfectamente. Es la eterna historia del depredador y la presa.
No quiero con esto hacer la disquisición ética del progresista que participa de la creencia de que todo lo que huele a mercado o a dinero es el mismísimo diablo encarnado. O que todo tiene que ser regulado por la santidad de nuestros funcionarios o nuestros inmaculados gobiernos.
Porque no hay nada más interesante que mirar estos eventos, cuyos gráficos no hacen más que dibujar a la cadena alimenticia humana y a todos sus actores. Al impulso natural y salvaje de ir a pelear por el pan, de salir a cazar, o de esperar que la abrumadora supervivencia en un mundo que apenas comprendemos, se aliviane para siempre con unas velitas milagrosas.
La desafortunada publicación de Javier Milei no hizo más que hacer visible este evento. Y de paso, darle voz a sus acérrimos enemigos que han profetizado su caída desde el mismo día de su asunción.
Importa poco que esos enemigos, unos pocos años antes, hayan desmantelado los fondos públicos, guitarreando con vinos cálidos, el verso de la justicia social; inventando cargos y ministerios de causas improbables; no importa que bajo sus premisas de La pandilla de los buena gente hayan vigilado la economía (los precios, la libre competencia) con sus lupas santas, al punto de no dejarla respirar, dejando sumida en la pobreza a la mitad de la Argentina.
Y quizás por esta razón, algunos preferimos el caos capitalista o la desregulación. Por encima de ese buenismo, que al llegar al poder no tarda en demostrar que, como cualquier capitalista (o mejor dicho, como cualquier ser humano), también trabaja por su propia agenda. Porque en realidad, no busca salvar a las presas del depredador, sino simplemente elegir a cuál depredador alimentar.
¿Estuvo mal lo que hizo Milei? Sin duda, si se comprueba el dolo. O bien porque un presidente no debería recomendar visitas al ‘casino’. Especialmente en sociedades infantilizadas que creen con fervor en la premisa de que el Estado “los cuida”.
Después de interminables disputas entre izquierdas y derechas, de ‘socialistas de todos los partidos’, lo único que nos hace falta son libertades económicas mínimas para que quienes estamos en la parte de abajo de la cadena alimenticia (y no nos hacemos mucho lío por estarlo) podamos, al menos, desplegar nuestros propios gestos de supervivencia.
Que dejen de vendernos el cuento de los impuestos “solidarios” a punta de pistola. Como si la solidaridad humana no existiera por sí misma, como si no pudiera desplegarse de manera espontánea, si el club de los buena gente no nos indica donde debemos expresarla. Los mismos que nos convencen de que deberíamos aceptar de buena gana, su feudalismo enchulado con espejitos de colores.
Porque en ese contexto, y ya sin relatos de salvadores ni mesías iluminados, Argentina ha repuntado su economía al ritmo lento, fatigoso y arriesgado que se corresponde con las decenas de años de saqueo y control. En parte, por las libertades económicas que se han ido recuperando, permitiendo que el ciudadano de a pie pueda pararse por sus propios medios.
Comprendo, sin embargo, que los presidentes no son más que administradores de granjas humanas. Pero como animal en cautiverio, siempre voy a preferir que el cerco se amplíe, antes que vivir en un corral más pequeño, decorado con las banderas de la grandilocuente y embustera narrativa de la justicia social.
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