
La geolocalización que les han enviado indica que la casa de puerta verde es su destino. Rápidamente Eydar estaciona la furgoneta y Román, su compañero, desciende, mira al cielo para confirmar que no hay ningún dron alrededor y sigue hacia su misión. “Nos han dicho que el hombre no se puede mover, vamos a ver”, dice Román, que se dedica a evacuar a personas necesitadas desde el comienzo de la invasión a gran escala en esta zona de la región del Donbás.
Ambos empezaron en Severodonetsk y Lisychansk, para seguir una tras otra en las poblaciones que iban siendo objetivo: Bilahorivka, Yakuvlivka, Siversk, Soledar, Bajmut, Chasiv Yar, y ahora Konstyantinivka, una ciudad que, durante los últimos tres años, al tiempo que era uno de los centros militares de la zona acogía a quienes tenían que abandonar las localidades que iban quedando destruidas. Era algo así como la retaguardia de la guerra, pero ahora también podría ser la puerta de entrada a una eventual batalla por Kramatorsk, el máximo trofeo de Rusia en su estrategia por tomar el control de la provincia de Donetsk.
La ciudad era la retaguardia pero ahora podría ser la puerta a una batalla por Kramatorsk
“Hay bombardeos y mucha artillería, cada día hay mayor destrucción”, explica Eydar, que cuando logra abrir la puerta de la cerca que da al jardín, se encuentra con un perro que saca los colmillos y le ladra. Lo calma con un sobre de comida canina que deja caer sobre el suelo nevado y, después de diez minutos, entra a la vivienda hasta llegar a la habitación oscura donde Anatoli está acostado en su cama.
“Póngase el pantalón, por favor”, le pide cariñosamente Román, que le pregunta que si tiene pañales. “El camino será largo, cuatro o cinco horas. ¿Lo aguantará?”, le insiste. Anatoly asiente afirmativamente mientras se incorpora. Para entonces ya ha llegado su sobrino con su esposa, que habitan la casa de al lado y que lo han ayudado durante años.
“Mi hija y mi nieta viven en Berdiansk –ocupada por las fuerzas rusas– y hace tiempo no hay señal para hablar con ellas”, cuenta Anatoli, de 78 años que ha confinado su vida a una habitación. Al lado de su cama hay una mesa donde reúne los cubiertos para comer, libros y sus herramientas; hasta que pudo fue relojero.
No sabe, al menos por ahora, qué será de su vida, pero quiere salir de Konstyantinivka. La vida se ha vuelto imposible. Eydar lo tranquiliza. Le dicen que lo llevarán a la ciudad de Pavlohrad, en la vecina provincia de Dnipró, y allí le harán papeles para reubicarlo, darle lo que necesita y otorgarle una ayuda económica. “Pronto iremos por ti”, le dice la mujer, que insiste en que se irán en los próximos días, que ya no pueden vivir allí, que no hay luz, no hay agua ni calefacción. Las últimas noches han soportado temperaturas de menos cinco grados. “Nosotros también nos iremos, pero tenemos que evacuar primero a nuestros siete perros”, insiste la mujer, que abraza a Anatoli con fuerza antes de que parta la furgoneta. “Llámenos antes de que sea demasiado tarde”, insiste Román.
Edyar se ha vuelto a poner al volante y va camino a otra dirección. A medida que avanza, la destrucción es mayor. Este es uno de los sectores que están en el límite de la ciudad y cada edificación está afectada. Las que mejor se encuentran tienen las ventanas rotas; quienes pueden las remiendan con baldas de madera. Las que peor están tienes boquetes de artillería en las fachadas, los techos caídos. Las calles están llenas de escombros y prácticamente vacías. Solo unos cuantos se atreven a salir. Una de ellas es Maria, tiene 25 años y miedo de hablar. Su cara está cubierta de acné, posiblemente por los nervios. Mira detenidamente a los ojos y empieza a llorar, siente vergüenza, baja la cabeza. “Tengo miedo. Quiero irme, pero no puedo dejar a mi abuela”, reconoce. Eydar, que hace unos minutos ha evacuado de una de esas viviendas a otro hombre mayor y lo ha montado a la furgoneta, se le acerca.
Le dice que se decida a irse. Que lo llame, que el vendrá a recogerlas. “Nosotros evacuamos a las personas que necesitan nuestro apoyo más que nadie”, le insiste. Ella lo escucha, se guarda en el bolsillo la tarjeta que él le entrega y se va.
“Para nosotros lo más importante en momentos como estos es ayudar a las personas que tienen poca movilidad, y aquellos que no pueden salir de la cama, por lo que no pueden evacuarse ellos mismos”, explica Eydar, que mira con frecuencia al cielo. “Los drones son lo más peligroso”, explica el hombre, que se sube de nuevo al coche y conduce. La furgoneta lleva el nombre de la oenegé, SOS, pero también el de USAID, la organización de apoyo estadounidense cuyos fondos ha cortado el gobierno Trump.
A la salida de la ciudad vuelve a verse gran destrucción, especialmente en el área que rodea a la gasolinera, que durante tres años fue punto de encuentro de militares, periodistas, organizaciones de evacuación. Las casas están en el suelo pero la fachada del local sobrevive. Está cubierta por sacos de arena. Dentro, han desaparecido las bebidas, los perros calientes y hamburguesas que alimentaban a quienes salían del frente. Lo único que funciona es la máquina de café. El resto de lo que queda está empaquetado en cajas. Las cuatro mujeres que atienden dicen que desde de ayer solo atienden para vender gasolina.
De todas maneras es casi un milagro que sigan en pie.