
Aunque el resultado final del voto popular en las elecciones presidenciales del pasado 5 de noviembre no permitió finalmente a Donald Trump alzarse con la mitad más uno de los votos emitidos –se quedó en el 49,8%–, no cabe duda de que el desenlace de aquellos comicios supuso un varapalo al Partido Demócrata, lo que explica parcialmente el espeso silencio en el que se ha sumido el partido de la oposición desde entonces.
Si dura fue la interminable transición de una administración a la otra, más alarmante ha sido la evolución de los acontecimientos en los dos meses escasos transcurridos desde la toma de posesión del emperador de Mar-a-Lago. Aunque en los nombramientos del equipo ejecutivo primó la lealtad sobre la competencia y eso se ha traducido en una sensación de gestión errática y de caos generalizado, el lamerse las heridas está siendo hasta ahora la actitud que predomina en un Partido Demócrata que ciertamente ha salido de situaciones objetivamente más difíciles a lo largo de su dilatada historia.
El Partido Demócrata debe volver a la centralidad para recuperar alguna cámara el 2026
Hay en parte una cuestión estructural. A diferencia de lo que ocurre en los regímenes parlamentarios y en la mayoría de las democracias europeas, no existe en Estados Unidos la figura del jefe o jefa de la oposición. Solían tener cierta influencia, más en el siglo XX que en la actualidad, los expresidentes e incluso los últimos candidatos oficiales a la presidencia aunque hubieran sido derrotados. Pero eso ha cambiado radicalmente. De los expresidentes demócratas –Bill Clinton, Barack Obama, Joe Biden–, solo Obama retiene cierta influencia e incluso él permanece callado estos días.
De las candidatas derrotadas en el pasado cercano, Hillary Clinton en el 2006 y Kamala Harris hace unas semanas, huelgan los comentarios. Otros candidatos demócratas del pasado todavía vivos, como Michael Dukakis (1988), Al Gore (2000) o John Kerry (2004), han caído comprensiblemente en el olvido.
James Carville, el consultor presidencial autor de la famosa máxima “es la economía, estúpido”, recomienda ahora al Partido Demócrata “hacerse el muerto”, con la indudable esperanza de que Donald Trump acabe autodestruyéndose. Pero ese destino le han augurado infinidad de analistas desde su irrupción en la política estadounidense hace ya diez años y ahí sigue, desafiando casi todas las normas de la corrección generalmente aceptada.
En cualquier caso, es evidente que el Partido Demócrata debe someterse a un período de introspección. Aunque ya queda dicho que la derrota en las presidenciales no fue ni mucho menos arrolladora, debe investigar a fondo por qué perdió en relación con los comicios del 2020 el 5% del voto femenino, el 8% de los graduados (finalizado el college ), el 15% de los hispanos, el 16% de los afroamericanos y, sobre todo, el 20% de los jóvenes, ya que hasta hace bien poco se suponía que la demografía les beneficiaría en el futuro.
En retrospectiva, es evidente que la testarudez del presidente Biden en perseguir un nuevo mandato, la precipitada investidura de una candidata con manifiestas carencias como Kamala Harris, la porosidad de la frontera sur y la alta tasa de inflación convirtieron en misión prácticamente imposible la victoria demócrata en el 2024, pero da la sensación de que el partido debe retornar a la moderación y la centralidad si quiere volver a triunfar, que eso sería recuperar una o ambas cámaras del Congreso en las elecciones de medio mandato del 2026.