En Tillabéri, al oeste de Níger, el Estado brilla por su ausencia. Los grupos yihadistas acechan, y la población sufre los efectos: desplazamientos forzados, falta de servicios básicos…
Hasta ahora, las oenegés permitían aliviar esa situación de desgobierno. Pero puede que ya no. Acción Contra el Hambre, por ejemplo, tiene previsto abandonar la región. “Se ha vuelto muy difícil trabajar ahí”, dice Paloma Martín, responsable de operaciones en África de esta organización humanitaria. Sobre todo, después de que Donald Trump decidiera paralizar los programas de ayuda exterior que canaliza la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (Usaid, por sus siglas en inglés).
Un 30% de los fondos de Acción Contra el Hambre depende de la Usaid. Sin ese dinero, la oenegé se ha visto forzada a interrumpir su actividad en lugares de alto riesgo como Tillabéri, donde atendía a más de 8.000 menores con desnutrición aguda severa.
Esta organización no es la única afectada. De América a Asia, pasando por Europa, miles de proyectos de ayuda humanitaria y cooperación internacional han quedado en el aire. En Senegal, se ha clausurado el mayor programa de prevención de malaria. En Colombia, más de 50.000 desplazados se han quedado sin apoyo humanitario. En Ucrania, se han suspendido proyectos de reconstrucción de edificios dañados por la guerra.
“No hay manera de minimizar el impacto en vidas humanas, en sufrimiento, que significa interrumpir de un momento a otro en todo el mundo programas de la agencia que más aporta a la cooperación”, dice Feliciano Reyna desde Venezuela, donde dirige la oenegé Acción Solidaria, dedicada a atender a personas con VIH. “Cuantificarlo va a requerir tiempo”, añade el activista. A su organización, la congelación de la Usaid –a cuyos fondos accedía de forma indirecta– le obligará a suspender un programa de distribución de medicamentos para 121.000 personas.
Principal donante
EE.UU. asume más del 40% de la ayuda humanitaria internacional
Antes del regreso de Trump a la Casa Blanca, EE.UU. gastaba cerca de 60.000 millones de dólares al año en ayuda exterior, de los cuales la Usaid gestionaba unos 40.000 millones. Una cifra que apenas suponía el 0,2% de la renta nacional, pero que convertía a EE.UU. en el mayor donante bilateral: según la ONU, el año pasado el país asumió más del 40% de la ayuda humanitaria internacional.
Creada por John F. Kennedy en 1961, en plena guerra fría, la Usaid no solo destina ingentes cantidades de dinero para mitigar los efectos de la pobreza, las enfermedades y los desastres naturales, sino que también financia todo tipo de iniciativas alineadas con los objetivos geoestratégicos estadounidenses.
Sin embargo, Trump, al igual que muchos miembros del Partido Republicano, piensa que la Usaid se dedica a malgastar el dinero de los contribuyentes y que, más que defender los intereses de su país, es una herramienta de propaganda woke . “Está dirigida por lunáticos radicales”, ha dicho. Así, el 20 de enero, nada más ser investido presidente, ordenó la congelación durante 90 días de toda la ayuda exterior, con el fin de evaluar qué programas merecían seguir recibiendo fondos.
El Departamento de Eficiencia Gubernamental de Elon Musk ha impulsado esta purga, aunque su supervisión ha ido a cargo del secretario de Estado, Marco Rubio, quien ha anunciado que eliminará el 83% de los programas. Los que sigan en pie ya no los gestionará la Usaid –la mayoría de cuyos 10.000 empleados se enfrentan al despido o la baja administrativa–, sino el Departamento de Estado.
La legalidad de los recortes está en cuestión. Tanto la oposición demócrata como las organizaciones humanitarias consideran que Trump se está excediendo en sus funciones, pues es el Congreso quien tiene el poder de decidir sobre el destino de la Usaid. De hecho, se han interpuesto varias demandas judiciales al respecto, y la pasada semana un juez dictaminó que el cierre de la agencia “probablemente” es anticonstitucional.
Ajuste masivo
La Casa Blanca quiere eliminar el 83% de los programas de la Usaid
Más allá de cómo evolucione el caso en los tribunales, el desmantelamiento de la Usaid es hoy una realidad. Y supone una “sacudida sísmica”, en palabras de la ONU.
“Es un enorme error”, dice desde Washington Thomas Carothers, vicepresidente de estudios del Fondo Carnegie para la Paz Internacional, quien lamenta que Trump elimine “una herramienta clave de la política exterior estadounidense” que, además de favorecer a EE.UU. “hacía un gran bien al mundo en desarrollo”.
Para Stefan Dercon, profesor de la Escuela Blavatnik de Gobierno y execonomista jefe del Departamento de Desarrollo Internacional del Reino Unido, no hay duda de que la Usaid podría haber sido “más eficaz y eficiente”, pero esa no es una razón “para hacer que todo implosione”, ya que “eso tiene un coste humano inmenso”.
José Antonio Alonso, miembro del Consejo de Cooperación para el Desarrollo español, apunta además que el giro de EE.UU. en la ayuda exterior tiene una doble dimensión: “Está el efecto directo, que es mayúsculo; y después está el efecto de arrastre que pueda generar la medida en otros donantes, que van a normalizar esta retirada de apoyo”.
En ese sentido, Carothers cree que estamos “en un momento de cambio profundo con respecto a la ayuda internacional”. Preocupados tanto por sus propios problemas económicos como por los crecientes desafíos de seguridad, dice el analista, los países más ricos “se están alejando de su compromiso de largo plazo de gastar cantidades relativamente pequeñas de sus presupuestos nacionales para fomentar el desarrollo en los países más pobres”. Basta con ver lo que sucede en Europa: Alemania, Francia, Reino Unido, Países Bajos y Suecia ya han anunciado recortes sustanciales en ayuda exterior.

No obstante, para Iliana Olivié, investigadora principal del Real Instituto Elcano, este cambio es previo al desmantelamiento de la Usaid: “En los últimos años había una tendencia de una cooperación mucho más financiera, de una ayuda estructurada en torno a unos objetivos geopolíticos y socioeconómicos”. Alonso cree que esta tendencia responde, por una parte, a que los países han visto en la ayuda “una herramienta para conquistar espacios en un mundo cada vez más fluido”, y por otra, “al surgimiento de China”, cuyo modelo de cooperación es eminentemente transaccional.
Precisamente, la duda es si China puede –o quiere– llenar el vacío que deja EE.UU. Carothers cree que no: “Su ayuda exterior es mucho menor que la que proporcionaba la Usaid”. Además, dice, “China ha mostrado mucho menos interés en áreas como la promoción de la salud global, la contribución al mantenimiento de la paz y la reducción del hambre”. Dercon tampoco cree que China “esté lista” para reemplazar a EE.UU. “Nunca jugó al juego de la ayuda”, añade. “Ni siquiera sabe bien qué debería hacer en ese espacio, ya que su modelo, en cierta medida, ha fracasado en muchos países, sobre todo en África”.
Por su parte, Irene Maestro, experta en economía del desarrollo de la Universitat de Barcelona, recuerda que China evita participar en mecanismos de coordinación multilateral: “Por ejemplo, siempre se ha negado a formar parte del Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE”.
¿Y puede la retirada de la ayuda exterior abrir una etapa de más conflictos internacionales?
“Los flujos eran relativamente pequeños y tal vez no lo suficientemente importantes como para provocar eso”, responde Dercon. En la misma línea se expresa Carothers, si bien él cree que podemos ver “un mayor número de conflictos civiles en los países en desarrollo”. A este respecto, Olivié apunta que “muchos de los países afectados por los recortes, como los del Sahel, son estados fallidos; entonces, esto no pronostica nada bueno”.
Mientras, sobre el terreno, las organizaciones de ayuda y cooperación intentan adaptarse a este escenario incierto.
“Estamos peor que ayer”, dice la responsable de África de Acción Contra el Hambre, “pero seguiremos trabajando”.