
La justicia sólo lo es si me da la razón. En esas estamos en todo Occidente. Únicamente plegada al propio deseo, o al beneficio electoral intuido, la justicia merece tal nombre. Quizás sea cierta la pesimista hipótesis de que la democracia abriga en su seno el gen de la autodestrucción. Y que es en la deslegitimación continuada de los tribunales de justicia donde el cáncer, la reina de las enfermedades autoinmunes, tiende a manifestarse con más virulencia y efectividad.
¡Ojo! La justicia no es ni puede ni debe ser intocable. Tampoco los jueces. Someterlos a escrutinio es una obligación democrática. Hay magistrados vergonzosos. Manchas con nombre y apellidos que ensucian un oficio que no merecen ejercer. Algo que, por otra parte, en nada les diferencia de otros gremios. Cada colectivo profesional carga con sus propias cruces.
Se le supone al liderazgo institucional y político un plus de formación y raciocinio
Pero no es la necesaria salvedad anterior la que ha secuestrado el debate político a rebufo de la sentencia absolutoria a Dani Alves en segunda instancia. De lo que venimos hablando desde hace días es en realidad de la descarnada pretensión de acabar con la justicia institucionalizada y garantista practicada en los tribunales en favor del ajusticiamiento popular con el aval de algunos de nuestros dirigentes.
Es muy preocupante observar cuan explícitos han sido los discursos de personas a las que debería acompañar siempre un plus de responsabilidad en sus palabras, (desde la vicepresidenta primera del Gobierno, Maria Jesús Montero, hasta el defensor del pueblo, Ángel Gabilondo, por citar solo dos ejemplos) señalando el camino que conduciría a los jueces a convertirse en simples avaladores de sentencias previamente dictadas en barras de bar, plazas del pueblo y medios de comunicación.

Maria Jesús Montero
Se le supone al liderazgo institucional y político un plus de formación, raciocinio y mesura en la aproximación a los asuntos complejos. Y no un simple abandonarse a la pulsión argumental más primitiva bajo pretexto de sacar algún provecho. Pulsión que, aun pidiendo disculpas como ha hecho finalmente la ministra Montero, contribuye a derruir un pilar de toda sociedad democrática. Tal es el caso de la presunción de inocencia y la exigencia de que los delitos, de cualquier naturaleza, deban probarse. Si de lo que se trata es de empujar en esa dirección hagámoslo sin disimulo: cerremos los juzgados y sustituyámoslos por tribunales populares constituidos en cualquier redacción o taberna de tres al cuarto.
Un problema no se arregla creando otro. La frustración por la imposibilidad de acabar con la plaga del abuso sexual no se amortigua quebrando el principio de igualdad ante la ley. La preeminencia en la agenda política de los delitos sexuales no debe derivar en la rebaja de las garantías procesales. El yo sí te creo hermana sirve como necesario ejercicio de empatía para con las víctimas –reales o autopercibidas como tales–, pero ni puede ni debe tener fuerza probatoria alguna. La mirada de género que se reivindica ante determinados delitos no equivale a un juicio a la carta. Por último, el miedo a que una sentencia absolutoria produzca efectos indeseados, como que otras mujeres concluyan que no vale la pena denunciar una agresión sexual, no justifica la exigencia de que todo juicio equivalga a una condena para evitar ese riesgo.

Nada de todo esto equivale a frivolizar con la epidemia de agresiones sexuales que sufren las mujeres o, peor aún, a empatizar con el agresor en detrimento de la víctima. Tan sólo se trata de ser conscientes de las limitaciones y dificultades para establecer verdades judiciales en un entorno garantista, que es el que corresponde a una democracia avanzada.
El Gobierno ha pedido a los jueces que se expliquen mejor. Nos parece esta una exigencia con carácter general de lo más sensata. En justa correspondencia también lo es pedirle al Ejecutivo –y a toda la clase política– que se abstenga de prender según qué fuegos. Si a los jueces se les pide que piensen antes de escribir, habrá que rogarles a nuestros representantes institucionales que hagan lo propio antes de hablar. Seguro que pueden. Querer ya es otra cosa.