
Fue una de las historias más llamativas del ecosistema cripto global: en 2021, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, convirtió al Bitcoin en moneda de curso legal. Era la primera vez que un Estado daba ese paso. El anuncio atrajo titulares en todo el mundo, entusiasmó a fervientes del sector y encendió alertas en organismos internacionales.
Pero tres años después, aquel experimento se ha desinflado. Aunque la ley que dio vida al “Bitcoin legal” sigue técnicamente en pie, el gobierno ha suavizado sus exigencias. Ya no es obligatorio aceptar pagos en esa moneda, y el discurso oficial ha ido desplazando la cuestión hacia otras prioridades: seguridad, crecimiento económico y reelección presidencial.
Las criptomonedas fueron vistas como una salida rápida frente a males estructurales
La historia de El Salvador no es un caso aislado. En América Latina, donde el interés por las criptomonedas creció en parte como respuesta a la existencia de sistemas financieros excluyentes, inflación crónica o controles de capital, varios gobiernos llegaron a plantearse cómo integrar estos activos al funcionamiento económico nacional. Hoy, sin embargo, ese fervor parece haberse apagado.
En Argentina, uno de los países con mayor adopción de criptomonedas entre particulares, el ascenso al poder de Javier Milei en 2023 parecía anunciar una revolución monetaria. Milei había defendido públicamente al Bitcoin criticando con dureza al Banco Central. Sin embargo, ya en el poder, su administración ha optado por un enfoque mucho más ortodoxo: mayor fiscalización sobre plataformas de intercambio, nuevas exigencias de declaración de activos digitales y medidas para evitar la fuga de divisas a través de criptomonedas. Además, después del escándalo de $LIBRA, Milei se ha distanciado del mundo cripto, que le provocó su primera gran crisis política.
Tras $LIBRA, Milei se ha distanciado del mundo cripto
Brasil, por su parte, ha adoptado una estrategia completamente distinta. Allí, el Banco Central ha desarrollado su propia versión de una moneda digital, el “Drex”, concebida no como un criptoactivo tradicional, sino como una extensión digital del real brasileño, su moneda. Es decir, totalmente regulada y controlada por el Estado. La intención es aprovechar la tecnología blockchain para mejorar la eficiencia del sistema financiero, no para desbancarlo.
En Venezuela, país que en su momento lanzó una criptomoneda estatal —el famoso y polémico Petro—, la experiencia también terminó en fracaso. Diseñada como herramienta para esquivar sanciones internacionales y como sustituto del bolívar, la divisa nunca logró una adopción efectiva. A finales de 2024, el gobierno dio por cerrado el proyecto sin apenas explicaciones. A día de hoy, pocos recuerdan que existió.
El Petro nació en 2018 y no se sabe nada de él actualmente
Chile y Colombia, más cautos desde el inicio, han mantenido un perfil bajo en la materia. Ambos países han impulsado investigaciones sobre monedas digitales y han avanzado en regulaciones para el sector fintech, pero sin abrazar los modelos descentralizados ni intentar sustituir las monedas nacionales.
Lo que parecía una revolución en marcha ha terminado en una retirada discreta. El entusiasmo inicial, alimentado tanto por ideología como por supuesta necesidad, chocó con las complejidades técnicas, la volatilidad de los activos, la discusión sobre su legitimidad y la presión de los organismos financieros internacionales. En muchos casos, las criptomonedas fueron vistas como una salida rápida frente a males estructurales: inflación, falta de acceso a la banca, sistemas fiscales obsoletos. Pero el intento de institucionalizar una herramienta creada para evadir precisamente a las instituciones ha demostrado sus límites.
Hoy, América Latina no reniega de la tecnología blockchain ni de los beneficios potenciales del dinero digital. Lo que ha cambiado es la forma de acercarse a ello: con más regulación, menos épica y una dosis saludable de escepticismo. Quizás el verdadero aprendizaje sea ese: las criptomonedas, como las promesas políticas, no resuelven solas los problemas estructurales. Ni siquiera cuando las respalda todo un Estado.