
Unas pocas semanas han bastado para confirmar la profunda insensatez de la nueva administración estadounidense y de los multimillonarios que le brindaron su apoyo incondicional. Un deplorable espectáculo del país más poderoso del mundo que libremente decidió confiar su futuro al descomunal narcisismo de Donald Trump; un individuo incapaz de entender que ni Washington es una metrópoli colonial que puede jugar con territorios sometidos, ni que la política puede manejarse con las triquiñuelas y zafiedades propias de un oportunista.
El desplome bursátil ha evidenciado lo frágil e insostenible de unos aranceles que, curiosamente, pueden castigar especialmente a los norteamericanos. Un desbarajuste que lleva a hablar de recesión o, incluso, del fin de la hegemonía americana. Sin embargo, cabe entender a Trump no como el origen sino como la consecuencia de una decadencia que viene de lejos; un profundo declive estadounidense, compatible con una extraordinaria fortaleza militar y tecnológica. Pero la historia nos enseña claramente cómo el fin de los imperios siempre ha empezado por la relajación ética de sus élites. En eso estamos de nuevo.
Los plutócratas que en beneficio propio le apoyaron buscan ahora recuperar la serenidad perdida
La propia elección de Trump y, aún más, la nula reacción política y social a sus ataques frontales a la democracia y los derechos humanos, cabe entenderla como muestra inequívoca del deterioro moral de la sociedad norteamericana, que sólo ha empezado a despertar con el hundimiento de los mercados financieros. Aquellos plutócratas que vieron en Trump el personaje capaz de capitalizar el enfado social en beneficio propio ahora lideran la revuelta para recuperar la serenidad perdida. Ese situar el dinero tan por encima de la política y el bien común ha acabado por enloquecer a unos y otros.
Para varias generaciones de europeos, entre ellas la mía, Estados Unidos acumulaba un enorme soft power , ese ser la gran referencia en todo, desde los derechos civiles y movimientos sociales a la democracia pasando por la cultura, economía, educación, música o deporte. Un soft power que se viene debilitando de hace décadas y al que Trump ha dado la puntilla.
Todo ello sitúa a la Unión Europea ante la posibilidad de consolidar su lugar en el mundo. Europa, pese a todo, aún mantiene su decencia pues muchos de los abusos de Trump son inconcebibles en nuestras democracias. Recuperar el retraso en defensa o inteligencia artificial es una exigencia a nuestro alcance, mientras que lo realmente más que complicado es reconducir el declive moral de Estados Unidos, especialmente de unos oligarcas muy responsables de un desastre que viene de lejos.
Los europeos debemos tomar conciencia de que nuestro futuro pasa por esa decencia colectiva que imposibilite llegar a ser gobernados por personajes estrambóticos auspiciados por plutocracias depredadoras. Convendría que las élites financieras europeas, tan devotas de lo estadounidense, entendieran que los excesos del capitalismo allanaron el camino a Trump. Que no nos pase lo mismo.