
No quisiera que nadie interpretara estas palabras en clave política. Sería un error, porque nunca fue mi intención.
Como he señalado en otras ocasiones, la gestión de una administración no debería depender del color del partido que la gobierna. Una cosa es la ideología política; otra, muy distinta, la capacidad para gestionar con eficacia los servicios públicos.
La ideología política expresa una visión del mundo, un sistema de valores, equilibrios y prioridades que orientan la convivencia. Gestionar, en cambio, es un arte universal: liderar equipos, motivarlos y lograr que resuelvan con solvencia las tareas encomendadas.
En esencia, una administración pública no difiere tanto de una empresa: ofrece servicios que los ciudadanos “compran” con sus impuestos. Por eso, la calidad, la eficiencia y el compromiso con el servicio deberían ocupar un lugar tan central como en cualquier empresa privada.

Hospital del Mar
Sin embargo, todos nos quejamos de la calidad de los servicios públicos, pero seguimos votando más por afinidad ideológica que por la solvencia gestora de los candidatos y sus equipos. ¿No deberíamos valorar más al buen gestor —capaz de reducir las listas de espera en los hospitales o garantizar el buen funcionamiento de las escuelas públicas— que a quienes centran su acción de gobierno en debates simbólicos como cambiar el nombre de una calle o en imponer sus particulares verdades morales?
Gobernar no es prometer, ni legislar sin parar. Es, ante todo, gestionar bien
Gestionar bien exige profesionalidad, formación y una comprensión profunda de cómo debe funcionar una administración moderna, eficiente y al servicio del ciudadano. Hay buenos y malos gestores en todos los partidos. Eso no depende de las ideas ni del color político, sino de las personas.
Durante años, la administración ha sido vista como un gran Leviatán: una estructura densa, poco flexible y con escasos incentivos para adaptarse al ritmo cambiante del tiempo.
Y, sin embargo, algo empieza a cambiar.
Escribo estas líneas porque, por primera vez en mucho tiempo, percibo que algunos equipos al frente de nuestras administraciones catalanas están adoptando una actitud diferente: más ejecutiva, más próxima, más enfocada en resolver. Se respira una voluntad de avanzar. Y eso se nota. Y se agradece.
Cuando los trámites se simplifican, cuando los funcionarios responden con amabilidad y eficacia, cuando los proyectos se entienden y se impulsan con visión… el ciudadano lo percibe como un soplo de aire fresco. La eficiencia también emociona. Y en un país donde tantos —emprendedores, médicos, maestros, investigadores, trabajadores, empresarios— desean recuperar el espíritu y la fuerza de la vanguardia perdida, no hay mayor estímulo que sentir que las instituciones acompañan en lugar de frenar.
No idealizo. Queda mucho por hacer. Pero cuando uno ve señales de mejora —como ocurre en el joven Barça, que ha vuelto a ilusionar—, lo justo es reconocerlas. Porque reconocer lo bien hecho también es una forma de contribuir. Es una manera de animar a quienes están intentando hacerlo mejor.
Al fin y al cabo, gobernar no es prometer, ni legislar sin parar. Gobernar es, ante todo, gestionar. Gestionar bien. Y hacerlo con humildad, eficacia y respeto hacia el tiempo y el esfuerzo de los ciudadanos.
Y si ese cambio empieza a vislumbrarse, animemos para que continúe. Porque, como dice el viejo refrán: cuando el molino gira bien, hasta el viento parece más amable.