A principios del 2013, el periodista italiano Massimo Franco publicó un libro en el que advertía que la Santa Sede podía acabar convirtiéndose en el segundo Kremlin: un centro de poder opaco, siniestro, imposible de descifrar, siempre sospechoso ante el tribunal de la opinión pública. Después de haber derrotado al verdadero Kremlin entre 1989 y 1991, el Vaticano podía transformarse en algo análogo en un mundo fascinado por el mito de la transparencia.
“La Iglesia católica, ‘maestra de vida’, corre el riesgo de verse empujada por su crisis de identidad a la incómoda e inédita posición del ‘imputado global’. Los escándalos que han afectado a algunas de las personas más próximas a Benedicto XVI son percibidos como el síntoma de una decadencia alarmante. Tanto es así, que los adversarios ya empiezan a hablar del Vaticano como un segundo Kremlin destinado a la misma ruinosa caída del imperio soviético después de la guerra fría”. El libro llevaba por título La crisis del imperio vaticano. Por qué la Iglesia se ha convertido en el nuevo imputado global. Massimo Franco escribía, y sigue escribiendo, en el Corriere della Sera, el periódico de mayor difusión en Italia, colabora en publicaciones de análisis geopolítico y es autor de otros libros, entre ellos una interesante biografía del líder democristiano Giulio Andreotti. Es un hombre de perfil político moderado. No exageraba con la metáfora del segundo Kremlin.
El 11 de febrero del 2013, una semana antes de la aparición del libro, Benedicto XVI anunciaba sorpresivamente su renuncia al cargo en un discurso pronunciado en latín ante un consistorio de cardenales. Era la primera vez en seiscientos años que el obispo de Roma presentaba voluntariamente la dimisión. A finales de aquel mes de febrero, el cardenal Joseph Ratiznger abandonaba el Vaticano a bordo de un helicóptero blanco para iniciar un tiempo de descanso en Castelgandolfo. La retransmisión televisiva de tan histórico momento concluyó con un plano general del atardecer romano con la silueta del helicóptero alejándose en el horizonte. Una bella imagen, Una imagen que invitaba a recordar el arranque de La dolce vita, la célebre película de Federico Fellini, estrenada en los años sesenta del siglo pasado, una historia existencialista que arranca con un helicóptero que sobrevuela la periferia romana transportando la figura de Cristo colgada de un cable.
Lo sagrado y lo profano. Lo sagrado y lo profano acabaron mal en los aposentos vaticanos el día en que el Papa bávaro descubrió que su mayordomo Paoletto le había sustraído miles de documentos, algunos de ellos material reservado, con la indicación, escrita en alemán, de proceder a su destrucción. Algunos de esos documentos fueron filtrados y dieron pie a un libro titulado Vatileaks. El Papa era vulnerable. El Papa podía ser acribillado por otra racha de documentos filtrados. Ese era el mensaje. Los cuervos estaban apostados en las galerías del Palacio Apostólico, y Joseph Ratzinger, la mejor cabeza pensante del conservadurismo católico después de la guerra fría, llegó a la conclusión de que había perdido el control de la curia. Presentó la renuncia para evitar lo peor. El 12 de marzo del 2013, el cónclave elegía Papa al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, figura casi desconocida en el denso entramado romano.

La columnata de la plaza de San Pedro
Su primera decisión fue no alojarse en los aposentos pontificios, en los que el inquietante Paoletto había hecho de las suyas. (Paolo Gabriele fue condenado a tres años de prisión por el tribunal de justicia de la Santa Sede, siendo indultado posteriormente. Se le permitió seguir trabajando en el Vaticano para que no faltase sustento a su familia. Murió en el 2020, a los 54 años de edad, sin haber dado ninguna pista sobre sus cómplices. Si la dio, nunca fue difundida).
El nuevo Papa de Roma dormiría en la hostería de Santa Marta, instalación que se halla en el interior de la fortaleza del Vaticano, pero no forma parte del suntuoso Palacio Apostólico. Francisco viviría acampado frente al Palacio para subrayar la llegada de un tiempo nuevo. Para recordar a todos que tenía una tarea pendiente. Para proclamar que no se fiaba nada de la curia romana. Sólo entraría en el Palacio, decorado con magníficos frescos renacentistas, para trabajar, para abrir los ventanales, para airear las estancias y los principales circuitos de poder de la mayor y más compleja organización religiosa del mundo, la mejor estructurada; para evitar que cristalizase la profecía del ‘segundo Kremlin’.
Doce años después, el 21 de abril del 2025, en la hora de la muerte de Francisco, es necesario preguntarse si esa profecía se ha cumplido. La respuesta es que no. No es esa la percepción dominante en el mundo. Con Francisco acampado a las puertas del Palacio, la vieja fortaleza romana ha emitido luz. Una luz desafiante, incluso. Francisco ha muerto horas después de haber plantado cara al primer Imperio, ahora tentado por el absolutismo monárquico, por una delirante afirmación del monarquismo en una potencia que nació sin reyes.
Ha sido un final digno de una ópera de Verdi. El vicepresidente norteamericano JD Vance aprovecha sus primeras vacaciones para viajar a Roma con dos objetivos: ensalzar al gobierno de Giorgia Meloni como cabeza de puente de Estados Unidos en Europa, y visitar al viejo Papa, con el que acaba de discutir públicamente sobre el orden del amor, el ordo amoris que glosaron santo Tomás de Aquino y san Agustín. Vance, católico converso desde hace seis años, sostiene que el orden del amor fraterno se organiza de manera estricta: de lo más cercano a lo más lejano, hasta que las ondas fraternas se desvanecen en el estanque de la indiferencia. El ordo amoris concéntrico sería la justificación cristiana del nuevo nacionalismo estadounidense: América, primero. Una interpretación cruel y grotesca de ese ordo serviría también para justificar el envío de inmigrantes sin papeles a las sórdidas mazmorras de Bukele en El Salvador. Allí donde se diluyen las ondas del apoyo fraterno empiezan el estado de excepción y los nuevos formatos del campo de concentración.

Postales con fotos de Francisco en las calles de Roma
Francisco contestó a principios de febrero a Vance, sin mencionarle directamente, en una carta dirigida al episcopado estadounidense: “El amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos. Dicho de otro modo: ¡La persona humana no es un mero individuo, relativamente expansivo, con algunos sentimientos filantrópicos! La persona humana es un sujeto con dignidad que, a través de la relación constitutiva con todos, en especial con los más pobres, puede gradualmente madurar en su identidad y vocación. El verdadero ordo amoris que es preciso promover, es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano”, es decir, meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción”. Recordábamos esa discusión en una reciente entrega de Penínsulas, el pasado 4 de marzo, pronto hará dos meses, sobre los fundamentos religiosos de la actual tensión internacional.
Vance calló y cedió la réplica a Rusell Reno, director de la revista católica conservadora First Things, título que podría traducirse como Las prioridades: “El resultado práctico de la carta del Santo Padre no es otra cosa que la posición globalista y de fronteras abiertas, teologizada con ligereza. Esta, insinúa Francisco, es la única posición permitida para los verdaderos cristianos que honran el amor universal de Cristo. No envidio a los obispos. La migración masiva se ha convertido en el tema político central en todo Occidente. Los fracasos económicos y culturales del acuerdo posterior a la Guerra Fría convergen en esta cuestión. La globalización se vendió al público como una situación en la que todos salían ganando. La prosperidad se extendería al resto del mundo, mientras que los países occidentales cosecharían beneficios económicos. Se ha creado una gran riqueza, pero ha ido a parar a los que están en la cima de la escala económica. Mientras tanto, la afluencia de inmigrantes económicos, que constituyen la gran mayoría de los que llegan a los países occidentales, ha aumentado la oferta de mano de obra barata, suprimiendo así los salarios de la clase trabajadora. La misma globalización fue acompañada por un cosmopolitismo utópico, una visión multicultural de fraternidad abierta a todos, como dice el Papa. Las realidades sobre el terreno han sido otras”.
La revista de la Compañía de Jesús en Estados Unidos, America, contraatacó con el siguiente comentario, que apela a la universalidad del cristianismo: “El señor Vance -y el señor Reno y otros que le siguieron- no siguen a santo Tomás de Aquino al reconocer que el amor de Dios es el fundamento, el centro y el corazón animador del orden cristiano del amor. Dios ama a todo el orden creado y a los seres humanos como participantes de ese mundo más amplio. Puesto que todas las personas son creadas a imagen de Dios, compartimos una igualdad fundamental de dignidad intrínseca. La universalidad del amor divino y su expresión en la creación de la persona humana proporciona la base del compromiso cristiano de desear el bien de todo prójimo sin excepción. (…) Jesús consideraba a todos los siguientes como vecinos: viudas y huérfanos, pobres, enfermos y discapacitados, marginados sociales y, sí, trabajadores extranjeros”. Nunca se había producido un debate de tales características entre la Santa Sede, con el apoyo de la Compañía de Jesús, y la vicepresidencia de los Estados Unidos de América.

Roma,con la cúpula de San Pedro al fondo
En abril, Vance decide viajar a Roma para ver al Papa, al que sabe gravemente enfermo. Es consciente de que su visita tendrá un fuerte impacto. Viaja acompañado de su esposa e hijos. No se esconde, se afirma. Francisco les recibe, intercambian algunas palabras, pocas, dada la debilidad del enfermo. Acabada la corta audiencia, Francisco sale a la ventana del Palacio Apostólico para la bendición urbi et orbi y el arzobispo Diego Ravelli lee el mensaje de Pascua, en el que el Papa ha introducido la siguiente cuña: “¡Cuánto desprecio se manifiesta a veces hacia los más débiles, los marginados, los migrantes!”. Pide dar una vuelta a la plaza a bordo de un automóvil de la Santa Sede para saludar a la multitud. Concluida la primera vuelta, pide al conductor una segunda vuelta. Miles de personas le aclaman. En la madrugada siguiente, Francisco muere a causa de un ictus.
En la hora del dolor y el desconcierto mucha gente se pregunta hoy dónde se halla en verdad el segundo Kremlin.