
No aceleremos la especulación sobre los posibles sucesores y no les llamemos papables, palabra horrorosa. Todo llegará. Estos días se pone a prueba la tensión entre el tiempo del mundo, que lo quiere todo y ahora, que no soporta el misterio, que no tolera el secreto y después no sabe qué hacer con tanta información, y el tiempo de la Iglesia católica, que mira los relojes de otra manera. “El tiempo somos nosotros”. Esta frase, atribuida a un papa del Renacimiento, hoy gustaría al comité central del Partido Comunista de China. En Pekín también se han tomado su tiempo, veinticuatro horas, y ayer enviaron a Roma sus condolencias oficiales.
Francisco será enterrado el sábado en Santa María la Mayor, una de las cuatro grandes basílicas de Roma, ubicada en la colina del Esquilino. El templo conserva un soberbio pavimento de mármol cosmatesco, una técnica decorativa italiana de la edad media que usaba, sobre fondo blanco, mármoles de colores extraídos de viejas ruinas romanas. Todo en Roma conduce a la antigüedad. Roma es un reciclaje eterno.
Un cardenal español, diplomático, facilitó en el 2013 el encuentro de los partidarios de un cambio drástico
En su testamento, Francisco ha dejado escrito que quiere ser enterrado en la basílica mariana de la manera más sencilla posible. En una de las naves laterales, entre la capilla Paulina y la capilla Sforza, un sepulcro en el suelo con una única inscripción: Franciscus. También en la hora de la muerte, el cardenal Jorge Mario Bergoglio ha querido tomar distancias del Vaticano. Ha vivido más de una década acampado ante el Palacio Apostólico en la hostería de Santa Marta, no ha dormido ninguna noche en el palacio, y sus restos mortales tampoco reposarán en las literarias grutas de la basílica de San Pedro, junto a las tumbas de sus inmediatos antecesores. El Papa argentino será enterrado bajo el pavimento del templo en el que se gestó su pontificado, hace ahora poco más de doce años.
En Santa María la Mayor se reunieron durante los primeros días de marzo del 2013 buena parte de los cardenales latinoamericanos que debían asistir al cónclave romano después de la inesperada renuncia de Benedicto XVI, desbordado por las conspiraciones en la curia y la filtración de documentos reservados, robados por su mayordomo Paoletto (Paolo Gabriele), por su cuenta o por encargo, eso nunca ha podido ser esclarecido. Fueron reuniones muy discretas, que no llegaron a oídos de la prensa. Aquellos días, el foco estaba puesto en dos candidatos (no les llamemos papables ), cuyo peso parecía excluir una tercera opción. Estamos hablando del cardenal italiano Angelo Scola, arzobispo de Milán, antiguo patriarca de Venecia, muy vinculado desde su juventud al movimiento eclesial Comunión y Liberación, y del cardenal brasileño Odilo Scherer, arzobispo de São Paulo, con experiencia en la curia romana. Un candidato italiano fuerte, bien alineado con el legado de Benedicto XVI y Juan Pablo II, que en los años setenta había impartido un curso de filosofía y antropología al empresario Silvio Berlusconi y a su equipo managerial. Un relevante eclesiástico brasileño con experiencia en Roma, custodiado por el antiguo secretario de Estado Angelo Sodano para tranquilizar a los conservadores. Mientras Scola y Scherer centraban la atención de la prensa, especialmente de la prensa italiana, los partidarios de atajar en seco la gangrena romana se reunían discretamente en Santa María la Mayor a la espera del cónclave en la Capilla Sixtina.
Allí estaban buena parte de los cardenales de Latinoamérica, agrupados en torno al programa pastoral aprobado en el 2007 en la ciudad brasileña de Aparecida. Ahí estaban los exponentes de la Iglesia católica de Estados Unidos que reclamaban claridad, limpieza y transparencia en Roma. Los renovadores americanos estaban conectados con diversos cardenales europeos. Todos ellos compartían dos ideas: “Hay que limpiar y eso ahora no puede hacerlo un italiano”. Les abrió la puerta de Santa María la Mayor el arcipreste español Santos Abril Castelló, antiguo conocido del arzobispo de Buenos
Aires, Jorge Mario Bergoglio.
Santos Abril (Alfambra, Teruel, 1936) venía de la carrera diplomática. Durante su misión en Argentina, entre los años 2000 y 2003, entró en conflicto con las autoridades metropolitanas de Buenos Aires por la construcción de un hotel de lujo en la avenida Alvear, justo al lado de la embajada del Vaticano. El proyecto, promovido por un grupo de empresarios argentinos e italianos, consistía en la transformación del palacio Duhau, elegante edificio neoclásico de los años treinta, en un complejo de catorce plantas. El nuncio se opuso tenazmente al proyecto invocando razones de seguridad. Obtuvo el apoyo de cincuenta embajadores de otros países y el cálido respaldo del arzobispo de Buenos Aires. Allí nació una buena amistad entre ambos. Un día, Santos Abril recibió una llamada de Roma: “Déjelo estar”. Al cabo de unos meses, el poderoso Angelo
Sodano, antes citado, le enviaba de embajador a Macedonia, donde pasaría ocho años.
En el 2011, Benedicto XVI le rehabilitó y le puso al frente de Santa María la Mayor. Un español, arcipreste de la basílica romana que mantiene un lejano nexo con la monarquía hispánica desde el tiempo de los Austrias. (El rey Felipe IV fue uno de los principales benefactores del templo en el siglo XVII). Después de ser nombrado arcipreste, Santos Abril obtuvo la púrpura cardenalicia.
En Santa María la Mayor se incubó el cambio y el primer gesto del papa Francisco en su primera salida del Vaticano fue ir a rezar a la Virgen en la más bella basílica romana. Mantuvo ese gesto. Oraba siempre en Santa María la Mayor antes de emprender un viaje.
El día en que Francisco fue elegido, la Conferencia Episcopal Italiana envió a la prensa un mensaje de felicitación equivocado en el que aparecía el nombre de… Angelo Scola.
El Espíritu Santo tuvo un arrebato cosmatesco.