
El cohete pilotado por el astronauta Keir Starmer salió disparado como una exhalación del Cabo Cañaveral británico entre vítores y aplausos hace justamente un año, en lo que prometía ser el comienzo de un largo viaje espacial (por lo menos dos mandatos, dada su enorme mayoría absoluta de 174 diputados). Pero nunca consiguió entrar en órbita, cayendo en un agujero negro político del que todavía no ha conseguido salir.
El primer año del regreso del laborismo al poder en el Reino Unido ha sido como un coche eléctrico que se queda en seguida sin batería o un submarino al que no le funciona el periscopio. A pesar de del rugido de sus motores, los espectadores (en este caso los votantes) en seguida se dieron cuenta de que el conductor se había olvidado el mapa en casa e iba dando vueltas al buen tuntún, sin un rumbo definido. La brújula de Starmer lo mismo indica el norte que el sur, el este que el oeste.
El premier británico no tuvo luna de miel, y tampoco ha tenido ahora tarta de cumpleaños. Mejor así, porque seguramente alguien le habría añadido cianuro al chocolate, y no sólo una derecha enrabiada como la española, que considera por definición ilegítima cualquier victoria del Labour. También los comentaristas de la prensa progre, y un buen número de diputados laboristas de todas las tendencias, especialmente los más a la izquierda. A estas alturas de su mandato Starmer es el líder más impopular desde 1945.
Su tecnocracia de corte socialdemócrata es detestada tanto por conservadores como por progresistas
La celebración -por decirlo de alguna manera- del aniversario no podía haber sido más nefasta, con una rebelión en las filas laboristas que ni la del motín del Caine, una marcha atrás que ha dejado sin sentido su ley para la reforma del Estado de bienestar (además de un agujero de 6.000 millones de euros en un presupuesto que ya parecía un queso gruyer), y el llanto desconsolado de la ministra de Economía Rachel Reeves, en directo ante las cámaras de la televisión en una sesión de control parlamentario, después de que su jefe se negara a garantizar que seguiría en el cargo. Lo nunca visto (después se han atribuido las lágrimas a “razones personales” y Starmer la ha abrazado en público, pero la imagen había quedado grabada ya para la posteridad).
En un año inevitablemente el Gobierno ha hecho cosas buenas, como la subida del salario mínimo, iniciativas de energía verde, una mejora de las relaciones con la Unión Europea, los primeros pasos para la construcción de un millón y medio de viviendas asequibles, la reducción de las colas en la sanidad pública, la mejora de los derechos de los trabajadores… Y otras que dependen del color del cristal con que se miren (la derecha se tira de los pelos), como la nacionalización de los ferrocarriles, los impuestos a los colegios privados o la prohibición de la exploración de petróleo y gas.
Starmer puede quejarse con razón de que, pese a su mayoría absoluta, le ha tocado jugar con cartas muy malas, con las que no ganaría la partida ni un tahúr de un saloon de Virginia City con un as debajo de la manga y la pistola en la cartuchera: la llegada al poder de Trump (al que pelotea casi tanto como Mark Rutte y dice “entender”), las tropelías de Putin, el impacto de la guerra de Ucrania sobre los precios de la energía (la electricidad se ha doblado), la situación en el Oriente Medio, la crisis del capitalismo, la herencia negra de los conservadores, la explosión de la inmigración…
El contexto mundial no le ha ayudado, pero le ha faltado empatía, carisma, humildad e inteligencia emocional
Pero aún así… Starmer se ha metido unos cuantos goles en su propia portería (la aceptación de regalos, la supresión de la ayuda a los pensionistas para pagar la calefacción, el intento de recortar los subsidios de los discapacitados, la subida de impuestos a los granjeros…) que le han puesto el partido muy cuesta arriba en el primer tiempo. El único consuelo es que tiene cuatro años por delante, aunque, tal y como está el mundo, el peligro de que se encuentre pronto en una marisma aún pero es notable. Las lágrimas de Reeves en los Comunes, por poner un ejemplo, alarmaron a los mercados, dispararon los tipos de interés y costaron 4.000 millones de euros en intereses al Tesoro. El llanto más caro de la historia.
Pero más allá de errores de principiante que hubieran sido evitables, el principal pecado de Starmer (apodado “primer ministro Potemkin”) ha sido una soberbia típicamente inglesa y una falta de empatía e inteligencia emocional que le ha llevado a ignorar las preocupaciones de su propio grupo parlamentario, con un sector progresista que tiene un sentido nostálgico de la historia y ve la misión del Labour en la redistribución de la riqueza y la lucha contra la pobreza, como no como una tecnocracia socialdemócrata.
A la hora de la verdad Starmer será juzgado por lo que pase con el coste de la vida, la inmigración, la sanidad pública y el Estado de bienestar. Necesita que la economía crezca, pero está estancada. Necesitan que lleguen menos solicitantes de asilo en pateras, pero llegan más. Pierde votos por la derecha, pero sobre todo por la izquierda (Corbyn ha anunciado la creación de un nuevo partido). El caos del primer año de Starmer es comparable al del Brexit, el experimento liberal de Liz Truss o la caída de Boris Johnson. Es como si alguien hubiera lanzado una bomba fétida en Downing Street.
El líder laborista ha carecido hasta ahora de una hoja de ruta y un destino definido en el mapa de la política
Cherles de Gaulle escribió que siempre tuvo una idea de Francia. Starmer no la tiene del Reino Unido, y ese es su gran problema.