Michelangelo Antonioni también visitó China en 1972

Uno de los momentos estelares de la segunda mitad del siglo XX fue sin duda la visita orquestada por Henry Kissinger del presidente estadounidense Richard Nixon a Pekín en 1972, sólo meses antes del estallido del escándalo Watergate. Fue lo nunca visto. El líder del llamado mundo libre (léase capitalista) reunido con el Gran Timonel de una dictadura comunista, y eso que la guerra de Vietnam aún se libraba sin fecha de caducidad y con la guerra fría siempre a punto de convertirse en caliente.

Se podría decir que ese histórico encuentro entre los dos mandatarios fue el pistoletazo de salida de la globalización que tantas alegrías y desgracias nos han proporcionado a lo largo del último medio siglo y que ahora toca a su fin con los aranceles y caprichos de Donald Trump.

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En ese lejano 1972 bien poco sabíamos nosotros de los chinos y algo menos ellos de los occidentales. Lo cierto es que casi nada habíamos avanzado en nuestros conocimientos desde los relatos de los viajes de Marco Polo. Aun así, ya antes de la visita de Nixon, la figura del carismático Mao y sus enseñanzas cosechaban cada vez más adeptos entre los occidentales anticapitalistas.

A partir de su publicación en 1967, El libro rojo de Mao Tse-Tung (o Mao Zedong) ocupaba un destacado lugar en las estanterías de no pocos progres biempensantes occidentales, sin que tuviesen ni idea de lo que realmente se cocía en ese enorme país asiático sumido en una revolución cultural bajó la férula de un despiadado dictador y su siniestra esposa.

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Baúl de Bulos

En 1972 también pasó por Pekín el cineasta de culto italiano -sobre todo por La Notte (1961) o Blowup (1966)- Michelangelo Antonioni. Pero lejos de la espectacular embajada montada por Kissinger, la misión de Antonioni consistía en rodar un reportaje sobre el día a día de los chinos de a pie, de los que tan poco sabían de nosotros como nosotros de ellos.

Si en su día resultó impactante, volverlo a visionar ahora (se puede pillar en YouTube) es como meterse en la máquina del tiempo, dado los cambios que se han producido en el medio siglo transcurrido desde esa histórica vistita de Nixon a Pequín.

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Baúl de bulos

La cámara de Antonioni filma en color sepia la inmensa plaza de Tiananmen por la que circulan miles y más miles de ciclistas y algún que otro carro tirado por caballos, amén de unos pocos vetustos camiones y autobuses. Semejante ajetreo asiático está presidido por enormes retratos de Marx y Engels, de Lenin y Stalin. (No contaría con la momia de Mao hasta después de su muerte en 1976.)

Mientras Occidente se entregaba a una orgía de consumismo desbocado, los chinos, que en la cinta se ven pobres, pero en ningún caso miserables, visten el uniforme impuesto por Mao. Sus vidas transcurren ajenas a las modas, la publicidad, las luces de neón. En un rincón de la plaza, unos hombres de cierta edad hacen ejercicios de tai chi con admirable destreza y elegancia. Desfilan grupos de niños y niñas en impecable formación militar.

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El teatro

De pronto nos lleva Antonioni a un quirófano de hospital estatal en el que una mujer está a punto de parir por cesárea. No hay más anestesia que la acupuntura tradicional. Como si de un reportaje escandinavo de la época se tratase, la cámara no deja nada a la imaginación. Nace la criatura y la madre sonríe. Todo parece familiar y extraño al mismo tiempo. Y la voz en off desliza que la ley establece que los alquileres no pueden exceder el 5% del salario del inquilino.

En una remota aldea lejos de Pekín, Antonioni retrata a campesinos que nunca habían visto a un occidental, ni mucho menos un moderno equipo de rodaje. Muestran extrañeza, pero se dejan filmar sin mostrar ni pisca de hostilidad hacia esos marcianos italianos. Las imagines son impagables.

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Mientras sigue inalterado el lento curso de la vida tradicional de los campesinos, en las afueras del pueblo ya han alzado los primeros grandes bloques de pisos para dar cobijo a los chinos de la nueva era de crecimiento que acababa de comenzar con la histórica vista de Nixon a Pequín, que iría sacando de la pobreza más absoluta a otros millones que Antonioni no vio.

Ha pasado poco más de medio siglo y ya casi nada queda de ese mundo inmortalizado por Michelangelo Antonioni, que decía que, si la China de Mao no era el paraíso terrenal, al menos podía jactarse de que los pobres no era miserables. Ahora hay miserables en todas partes.

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Lecciones chinas en tiempos de decadencia política

A John Maynard Keynes se le atribuye esta frase a modo de consuelo ante las miserias del convulso periodo de entreguerras: “Dentro de cien años todos calvos”. O sea, muertos. Pero hay otra versión – ¿de José María Pemán? – que dice que dentro de cien años todos chinos. ¿Será verdad?

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