
El episodio racista vivido hace pocos días en Torre Pacheco me ha llevado a recordar la redada masiva contra el inmigrante que pretendió emprender Donald Trump hace un par de meses. En el caso del estadounidense, el asedio se decidió desde la Casa Blanca y se extendió por la mayor parte del país, mientras que, cerca nuestro, la cacería del magrebí se centró en una sola localidad y tuvo su origen en la ira popular tras el brutal apaleamiento de un vecino local a manos de tres jóvenes inmigrantes.
Episodios muy distintos, pero que comparten un final muy similar: la racionalidad económica se acaba por imponer a lo peor de la condición humana. En Estados Unidos fue el mundo de la agricultura y la hostelería el que se rebeló ante la perspectiva de quedarse sin personal, mientras que en la localidad murciana fue el espanto ante la posibilidad de no recolectar melón en plena temporada. Previamente, a inicios de abril, ya fueron los mercados financieros los que obligaron a Trump a reconducir sus bravatas pendencieras cuando sus alocadas propuestas provocaron el hundimiento de las bolsas.
Si generamos mejores empleos, todos los conflictos se reconducirán
En el caso de Torre Pacheco, sede de la Semana Internacional del Melón, la necesidad de exportar 160.000 toneladas frenó en seco el brote racista. Recolectar melón es un trabajo muy arduo, desarrollado a temperaturas insoportables y por unos salarios que dan para ir malviviendo. Y, pese a que la campaña puede prolongarse varios meses, la temporalidad endurece aún más la vida del trabajador. Y, por ello, sin inmigrantes el melón no se recoge.
Estos episodios podrían conducirnos a la autocomplacencia, como he percibido estos días, de creer que la razón económica es el mejor freno a la pulsión racista que anida en el ser humano. Sin embargo, no es así y no siempre saldremos indemnes de episodios como el vivido en Torre Pacheco. Por contra, nos esperan más episodios de caza al inmigrante, y no precisamente de recorrido tan limitado.
Lo que despierta ese instituto animal de rechazar al otro no viene de las diferencias religiosas o étnicas, sino de la falta de arraigo y esperanza. Unos y otros, aun viéndose muy distintos y enfrentándose a tortazo limpio, comparten un mismo vacío; los locales buscan un arraigo que se desvaneció, y los inmigrantes, especialmente la segunda generación, se sienten apátridas, como bien expresaba un joven de padres magrebíes: “Yo no tengo rey, ni Felipe ni Mohamed, y tampoco bandera”. Y ni locales ni foráneos tienen la esperanza de aspirar a una vida mejor, saben que lo único que les aguarda es recoger melones.
El problema radica en que seguimos manteniendo artificialmente vivas actividades que se soportan en unas condiciones laborales inaceptables, que requieren de inmigración masiva y que aportan muy poco, o nada, al bienestar colectivo. Si somos capaces de ir generando mejores empleos, todos los conflictos acabarán por reconducirse. De lo contrario, preparémonos para un sinfín de Torre Pacheco.