
Que Pedro Sánchez gobierne en España con los 146 diputados de PSOE y Sumar, y que Salvador Illa presida la Generalitat con 42 diputados de los 135 del Parlament es un misterio político digno de investigación. Los socialistas gobiernan por la incapacidad de formar mayorías alternativas viables y constructivas. Sánchez vive con la soga al cuello, los socios aprietan pero no ahogan y solo los tribunales, cuya oposición al Gobierno han subcontratado las derechas, pueden variar el futuro de la legislatura.
Los pactos de investidura, la de Sánchez y la de Illa, son compromisos voluntaristas y la amenaza de ruptura de las partes contratantes en caso de incumplimiento no pasa de discurso teatralizado. No hay mejor alternativa para sus intereses, así que, sobre el papel, el peor escenario parlamentario es el del estancamiento.

Sánchez, esta semana en Marivent
“Las legislaturas duran cuatro años, lo dice la Constitución”, insiste Sánchez para disipar dudas sobre el futuro de su mandato. La escenografía incluye anunciar el proyecto de presupuestos del Estado para el 2026, porque también lo dice la Constitución, y porque la elaboración de las cuentas permite hacer promesas de inversión con máximo beneficio político y un coste económico asumible por la buena marcha de la economía.
Si las cuentas salen, los socios saben que Sánchez no tendrá ningún aliciente para cumplir con sus compromisos pendientes, y, si no salen, el gobierno vehiculará su actividad a través de los fondos europeos y las amenazas se soslayarán: quien hace lo que puede, no está obligado a más. La misma receta aplicará Illa gracias a los suplementos de crédito.
Aprobada la ley de amnistía, el resto de pactos del independentismo con los gobiernos socialistas son construcciones de naipes. El reconocimiento del catalán en la UE no depende solo del Gobierno de Sánchez, el traspaso de las competencias en inmigración a Catalunya que arrancó Junts está en manos de Podemos y la financiación singular pactada con ERC para investir a Illa es víctima de un calendario irreal y los agravios autonómicos.
El discurso político lo aguanta todo, pero los técnicos se juegan su prestigio en cada informe. El reconocimiento escrito de que la Generalitat no podrá participar en la gestión del IRPF al menos hasta el 2028 es dotar de realismo un acuerdo que su redacción inicial condenaba al incumplimiento. La hoja de ruta de la Agència Tributària de Catalunya deja en evidencia que en un año de legislatura no se han determinado ni siquiera las necesidades de personal y tecnológicas y que repetir que la Generalitat recaudaría el IRPF el año que viene no lo hace más viable.
La vehemencia de Illa y el realismo del nuevo plan no bastan si no hay reforma de la Lofca
En el Govern sostienen que ERC es consciente de las dificultades que entraña la arquitectura de una nueva financiación y los republicanos confiesan que andan alineados con el PSC hasta en la defensa de una ordinalidad que no pasa de preámbulo en el pacto de la Comisión Bilateral Estado-Generalitat. Oriol Junqueras resta trascendencia al incumplimiento del calendario. El pacto lo firmó Marta Rovira y él nunca aclaró si votó a favor antes de volver a la presidencia del partido.
En ERC consideran lógica la transición planeada por Illa y se entretienen apuntando a María Jesús Montero por su doble rol al frente de Hacienda y candidata en Andalucía. Pero ahí las cartas están más que echadas. La negociación con Catalunya no hará que la vicepresidenta gane o pierda unas elecciones que Juan Manuel Moreno Bonilla tiene más que encaminadas.

El verdadero problema es que la reforma de las tres leyes de las que depende esa financiación no cuenta con los apoyos necesarios para ver la luz en el Congreso y es difícil justificar que se triplica el personal de la Agència Tributària de Catalunya si no hay más impuestos que gestionar.
Los socialistas saben que la financiación es la pieza que abre la puerta de ERC para los presupuestos en Madrid y en Barcelona. En septiembre, Hacienda citará a las comunidades autónomas y Junqueras quiere que el PSOE se retrate en el Congreso. La vehemencia de Illa –“el Govern no vende humo”– no es suficiente para apuntalar los naipes de un castillo que se tambalea aunque que se resista a caer.