Olvidar la ciencia

El 26 de septiembre de 1961, el físico Richard Feynman, profesor excepcional y percusionista mediocre, iniciaba la primera de sus famosas Lecciones de Física con una pregunta: “si, en el caso de un cataclismo, todo el conocimiento científico fuera destruido y sólo se pudiera transmitir una sola frase a las siguientes generaciones, ¿qué afirmación contendría la máxima información en el mínimo de palabras?” Él mismo respondía: “Todo está hecho de átomos.”

Perder ese conocimiento sería perder no sólo la comprensión del mundo, sino también las tecnologías que han transformado la humanidad: desde la medicina moderna hasta la energía, pasando por la química y la electrónica. Feynman ganaría el Nobel de física en 1965.

El conocimiento científico no es irreversible. Puede desaparecer

El escenario de un cataclismo que borre el saber no es casual. Cuando Feynman formula la pregunta estamos en plena guerra fría entre EE.UU. y la URSS. Además había participado en el Proyecto Manhattan y conocía mejor que nadie el poder destructivo de la energía nuclear. También sabía de la fragilidad del conocimiento científico y de la importancia de su preservación. La historia está llena de ejemplos de las consecuencias de su pérdida.

La Grecia helenística protagonizó del siglo III en el I a.C. una revolución científica con el epicentro en Alejandría que no pasó a las siguientes generaciones. Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra; Aristarco propuso que el Sol y no la Tierra estaba en el centro del universo; Hiparco estimó la distancia de la Tierra a la Luna; y Arquímedes construyó planisferios móviles mecánicos que representaban el movimiento de los astros. El punto culminante de esta revolución es el mecanismo de Anticitera, hallado en el Egeo en un naufragio del 70 a.C. Estamos hablando de un auténtico ordenador analógico, compuesto por una intrincada red de engranajes de bronce, capaz de predecir eclipses, mostrar las fases de la Luna, calcular los ciclos planetarios y seguir los calendarios olímpicos.

La transmisión de este conocimiento se interrumpió. Las razones son muchas y diversas —guerras, persecuciones, destrucción de bibliotecas, tribalismo y regreso al mito—, pero la consecuencia es una: el conocimiento más avanzado de la humanidad fue olvidado. La lección alejandrina nos dice que el conocimiento científico no es irreversible y puede desaparecer si no existen instituciones, comunidades y cultura que lo protejan. El mundo de hoy —con guerras, persecuciones ideológicas, destrucción de bibliotecas, tribalismo y regreso al mito— se asemeja peligrosamente al de hace dos mil años.

Por cierto, Leucipo y Demócrito ya dijeron en el siglo V a.C. que “Todo está hecho de átomos”. Tuvimos que esperar más de dos mil años para que ese conocimiento nos permitiera tener energía barata, tratar el cáncer y entender el mundo: incluido el poder destructivo del átomo.

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