Nuclear, cuestión de Estado (y de territorio)

En las últimas semanas ha ido aflorando el debate sobre el cierre de las centrales nucleares. Un debate que nunca ha estado cerrado del todo pero que se intensificó después del apagón general del pasado 28 de abril, cuando se hizo evidente la vulnerabilidad de nuestro sistema eléctrico en plena transición hacia un nuevo modelo liderado por las energías renovables. Primero fue entre bastidores, ya sabemos que es un tema de grandes polarizaciones más basadas en el tacticismo político que en la responsabilidad. Ahora, sin embargo, han empezado las prisas y el tema ya está en los medios de comunicación, con una evidente estrategia de globo sonda.

En los últimos días hemos visto cómo se ha hablado de un pacto secreto de Salvador Illa con Pedro Sánchez para salvar las centrales nucleares catalanas. Hemos leído también que el Gobierno estudia (supuestamente) replicar el modelo belga: el Estado entrando en el accionariado empresarial de las centrales nucleares para garantizar la viabilidad de una hipotética prórroga de plazos inciertos que comportaría inversiones adicionales que podrían no ser amortizables. E incluso que se está cocinando un pacto entre los operadores y el Estado para aplazar antes de que acabe este mes de octubre el cierre de Almaraz, la primera planta afectada por un calendario de cierres que se extiende entre el 2027 y el 2035 y que afecta en 7 centrales, a 3 de ellas en Catalunya.

Se habla de nosotros sin nosotros: estamos a favor de la continuidad de las centrales

Desde el territorio nos lo miramos con preocupación y una cierta perplejidad. Estamos acostumbrados a que se hable de nosotros sin nosotros. Sabemos que la energía nuclear –la energía, de hecho– es una cuestión de Estado, pero recordamos que también lo es de territorio. Estamos, ya lo hemos dicho en reiteradas ocasiones, a favor de la continuidad de las centrales: porque dan fiabilidad al sistema eléctrico, porque son seguras y, también, porque generan un impacto positivo en nuestros entornos. Ahora tenemos un reto titánico: diversificar nuestra economía para estar preparados cuando las centrales cierren. Gracias al impulso de los Fondos de Transición Nuclear, y de la mano de la Generalitat, estamos hacemos muchas cosas y las estamos haciendo bien. Pero sustituir –o acercarse– el impacto económico de una central nuclear (o dos) no es sencillo.

Necesitamos tiempo y necesitamos estabilidad. Y necesitamos otra cosa, que, en los últimos días, ha ido apareciendo como una amenaza fantasma a la que nos queremos adelantar: que no nos afecten a las supuestas rebajas fiscales que (parece) que están sobre la mesa (no lo sabemos a ciencia cierta, porque no nos han invitado) en estas no tan discretas conversaciones entre Estado y operadores. Podemos entender que las empresas tomen decisiones inversoras en base a su retorno y que una prórroga requiera algún tipo de complicidad fiscal. Pero eso no puede disminuir el músculo económico que financia un reto que también tendría que ser una cuestión de Estado: que los territorios que llevamos medio siglo acogiendo las nucleares podamos construir una alternativa de futuro para nuestros vecinos. Sería una extraña manera de agradecernos nuestra contribución al interés general.

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