Japón raramente pierde una oportunidad de dar un nuevo giro conservador. Este viernes, el primer ministro Fumio Kishida ha cedido el testigo como líder del Partido Liberal Democrático (PLD) a un exministro de Defensa, Shigeru Ishiba. Un obseso de la “seguridad nacional” con golpes escondidos, como corresponde a alguien que dice leer tres libros al día. Sin duda serios, aunque también es un fanático de los mangas.
Dada la mayoría de que goza la coalición gubernamental en el parlamento, se da por seguro que Ishiba empezará a ejercer como nuevo jefe de gobierno de Japón desde el primero de octubre. Tendrá apenas un año para elevar su perfil, antes de los próximos comicios legislativos. Pero no es ningún desconocido para el electorado japonés, que lo percibe como alguien más cercano que cualquiera de los ocho candidatos del PLD con los que competía.
En cuatro ocasiones, Ishiba había intentado hacerse con el liderazgo del partido. A la quinta va la vencida, tras imponerse en la última votación (por 215 votos a 194), a “la Thatcher japonesa”, Sanae Takaichi, que es una de las escasas mujeres en la cúpula liberal.
Tras secarse las lágrimas, el nuevo líder ha pedido “actuar como un solo hombre” para que el partido “pueda renacer”. Para ello promete “decir la verdad con coraje para hacer de este país un lugar seguro donde se pueda volver a vivir con una sonrisa”.
No se espera ningún giro brusco, aunque Ishiba ha lanzado algunos globos sonda sorprendentes. Propone, por ejemplo, que las bases estadounidenses en Okinawa -donde despiertan una viva oposición- sean de gestión conjunta con las “fuerzas de autodefensa” japonesas. Incluso ha propuesto que, en aras de la paridad, Japón pueda contar con una base militar en Estados Unidos para formar a sus soldados. No en vano, Shigeru Ishiba ha escrito este mismo año, en sus memorias, que la relación entre Estados Unidos y Japón “no es una relación entre iguales”. Y pide, por ejemplo, que Tokio tenga voz y voto en lo relativo a los supuestos de disuasión nuclear estadounidense en Asia.
No está claro que el Pentágono vea con agrado nada de lo anterior, del mismo modo que saltó de la silla cuando Ishiba lanzó recientemente la idea de “una OTAN asiática”, sin detallar en qué consistiría. Más satisfacción en Washington produce su apoyo sin fisuras a los secesionistas de Taiwán -donde visitó al nuevo presidente hace pocas semanas- y su objetivo de elevar rápidamente el gasto militar japonés desde el 1,6% del PIB actual, al 2%, “en línea con la OTAN”.
Ishiba, que es un gran aficionado a las maquetas de aviones y buques de guerra, pronto empujará para comprar más originales, para lo que piensa aumentar el impuestos de sociedades. En el otro lado de la balanza, piensa cerrar centrales nucleares -aunque no todas- crear un ministerio de Emergencias y Catástrofes y descentralizar el país. No en vano, proviene de una prefectura excéntrica y rural, Tottori, en la que su padre -un efímero ministro del Interior- fue gobernador. Propone incluso sacar de Tokio algunos ministerios.
Sus antecesores le dejan un Japón no exactamente en pie de guerra, pero que poco tiene que ver con el estado formalmente pacifista y sin capacidad ofensiva consagrado en su Constitución. Si la relación con Corea del Sur solo ha mejorado de cara a la galería, la relación con Rusia y Corea del Norte no ha hecho más que empeorar. El apoyo discreto pero activo de Japón a la causa soberanista y democrática en Taiwán -su antigua colonia de Formosa- o en Hong Kong -antigua colonia británica- ha envenenado todavía más las relaciones con la República Popular de China.

Shigeru Ishiba ha tomado la palabra este viernes, justo antes de la segunda vuelta que le ha dado la victoria frente a la única candidata finalista, igualmente perteneciente al ala más conservadora del Partido Liberal Democrático.
Este septiembre, el Liaoning, el más antiguo de los tres portaaviones chinos, acompañado de dos destructores, ha surcado las aguas entre Taiwán y el archipiélago japonés de Okinawa, pasando incluso entre dos de sus islas, Yonaguni e Iriomote. Una más que posible represalia de Pekín a dos hechos acaecidos en los días precedentes. Por un lado, zarpaba de Japón con destino a la costa pacífica de Estados Unidos, uno de sus portahelicópteros, recién adaptado para acoger cazas F-35 de despegue vertical, que van a ser probados. Es decir, para su conversión en portaaviones, pese a la prohibición explícita de la Constitución japonesa. Por otro lado, la armada alemana atravesaba el estrecho de Taiwán por primera vez en veintidós años. Algo replicado por Japón tras la travesía del Liaoning.
Pekín, por su parte, tampoco pierde la oportunidad de recordar los desmanes de la ocupación militar japonesa. El reciente apuñalamiento mortal de un niño de padre japonés, cerca de una escuela nipona de la ciudad china de Shenzhen, ha sido visto en Japón como un crimen de odio, producto de esa retórica victimista, cuando no revanchista. El perturbado actuó en el aniversario del “incidente de Manchuria”, un atentado de falsa bandera que el Imperio Japonés utilizó como pretexto para invadir el nordeste de China.
La elección de Ishiba ha sorprendido, ya que es tan popular entre los votantes del PLD como impopular entre sus compañeros de bancada, que le recriminan ir por libre, además de su transfuguismo -durante tres o cuatro años- en los noventa.
La generación del tercero en liza, el joven Shinjiro Koizumi, exministro de Medio Ambiente -hijo del exprimer ministro derechista Junichiro Koizumui- deberá esperar. Las mujeres japonesas, también, como llevan haciendo desde tiempo inmemorial.
El primer ministro saliente, Fumio Kishida, de 67 años, llevaba las riendas del PKD y de Japón desde hacía tres años, pero en agosto ya anunció que no tenía intención de renovar su cargo en el partido, de carácter trienal, cediendo en la práctica la jefatura de gobierno. La realidad es que su popularidad estaba por los suelos.
Este mes, Kishida ha querido despedirse de dos de sus más estrechos aliados, Joe Biden y el indio Narendra Modi, en la reciente reunión del grupo Quad en Estados Unidos. Antes, hizo una última visita oficial al presidente de Corea del Sur, Yoon Suk Yeol. Una vez más, sin pedir perdón por las décadas de ocupación japonesa. De hecho, su ministro de Defensa acudió el 15 de agosto, por primera vez, al santuario de Yasukune, donde se rinde culto a criminales de la Segunda Guerra Mundial.
A los pocos meses de su mandato se produjo el asesinato en un mitin de su predecesor, Shinzo Abe, a manos de un damnificado por la ultraconservadora secta Moon, a cuya implantación en Japón tanto contribuyó la familia Abe. La mayoría parlamentaria del PLD, desde hace años, depende de los diputados de Komeito, partido considerado el brazo político de otra secta, de inspiración budista, llamada Soka Gakkai.
Su sucesor -frecuentemente crítico con Abe- no lo tendrá fácil para volver a ganar las elecciones para el PLD, aunque esta ha sido la tónica, salvo raras excepciones, desde el final de la ocupación estadounidense y el establecimiento de la democracia en Japón. Muy posiblemente todavía será él quien inaugure, el próximo mes de abril, la Exposición Universal de Osaka.