De la misma manera que ahora cuatro oligarcas trazan a su antojo la hoja de ruta de la economía estadounidense y por ende la del mundo, es decir, el cuarteto de megarricos de Silicon Valley, hace algo más de un siglo sucedía una situación muy parecida en un país, Estados Unidos, dividido por una desigualdad atroz.
En aquel entonces eran Vanderbilt (ferrocarriles), Rockefeller (petróleo), Carnegie (acero) y Morgan (banca, electricidad y tantas cosas más). Campaban a sus anchas durante esa llamada Edad de Oro (Gilded Age). Eran los amos. Empleaban los fabulosos beneficios que les proporcionaban sus monopolios para eliminar cualquier atisbo de competición en sus respectivos sectores.
Cuatro jinetes del capitalismo
Tal vez el más interesante de estos cuatro jinetes del capitalismo desaforado sea J. P. Morgan (1837-1913). Hasta el día de hoy los viñetistas de la prensa utilizan su figura para representar, por muy incongruente que pueda resultar, la imagen del gran capitalista, cosa que no se puede decir de ninguno de los informales magnates actuales, que visten como mozos de almacén.
Morgan, banquero de tercera generación, recibió una esmerada educación en colegios de élite de Suiza y Alemania. Culto, inteligente, religioso, despiadado y aunque muy entregado a su trabajo, se permitía tomarse todos los años tres meses de vacaciones, que dedicaba a rastrear Europa y Egipto en busca de las más exquisitas obras de arte, que acabarían en una enorme y deslumbrante colección. Jamás regateaba. Gustaba de navegar por el Mediterráneo en uno de sus lujosos yates -se hizo construir cuatro, cada uno más grande que el anterior-, siempre en buena compañía, sobre todo femenina.
Recién cumplida la cuarentena, una enfermedad cutánea llamada rinofima convirtió su nariz en un inmenso y espantoso amasijo de carne violeta. Aun así, seguía teniendo éxito con las mujeres, y no sólo por su dinero. De modo que ya estaba completo el retrato del magnate tan querido de los dibujantes: hombre corpulento de mediana edad, terno negro, mostacho, chistera o bombín, puro y esa descomunal nariz.
Cuando en 1890 Washington aprobó la ley Antitrust contra los monopolios, Morgan y sus compinches financiaron la compaña del republicano William McKinley, que ganó las elecciones. No obstante, sólo era cuestión de tiempo antes de que fueran obligados a desmontar sus imperios.

Antes de que se formara en 1913 el Federal Reserve System (banco nacional), a menudo fue Morgan quien rescataba al gobierno de turno durante las frecuentes crisis económicas. Conocido con malicia como el banquero del gobierno, era el símbolo del poder financiero absoluto y odiado por no pocos. En vísperas de tener que declarar su Gobierno en bancarrota en 1895, el presidente Grover Cleveland acudió a Morgan, y este, en la Casa Blanca, accedió a sacarle las castañas del fuego.
Pues bien, a partir del 20 de enero, será Elon Musk el que interprete el papel de Morgan, pero con muchísimo más dinero y ya no digamos poder. Es más, formará parte del gobierno y podrá conducir sus negocios y defender sus intereses ¡desde el mismísimo Despacho Oval!
Musk, un hombre inmoral
Pese a todos sus defectos, Morgan era -o intentaba ser- un hombre moral. Musk, en cambio, es un hombre inmoral. Todo indica que estamos abocados a una nueva Edad de Oro. Si Musk ya se pone al teléfono cuando Zelenski le llama a Trump a su mansión en Florida, se puede esperar cualquier cosa a partir del día 20 de enero.
Morgan no regateaba ni mentía; Musk no hace otra cosa. Nos hallamos en el umbral de la Edad de los Bulos sin tasa.