Mientras dure la guerra, y las autoridades prevén que será bastante tiempo, en la región de Járkiv los niños van a estudiar en escuelas subterráneas.
Partes de la región están ocupadas por Rusia, la capital se halla a solo unos treinta kilómetros de la frontera y los misiles, las bombas planeadoras y los drones llegan al mismo centro de la ciudad, de alrededor de un millón de habitantes, la mitad de antes de la guerra –teniendo en cuenta los desplazamientos habidos en casi tres años, personas y familias que optaron por marcharse, y otras que acudieron a refugiarse, a pesar de todo–. Bloques de viviendas, escuelas, un hospital, mercados, el histórico edificio Derzhprom y la enorme plaza de la Libertad han sido alcanzados. En enero cayeron 15 misiles en un solo día, matando a diez personas en la calle Akademika Proskuri. En el último ataque de consideración, el 25 de noviembre, un misil S-400 cayó en el patio del edificio de la administración del distrito Kyivski, a menos de un kilómetro de la plaza, causando 23 heridos. Eran las nueve de la mañana y la gente se dirigía al trabajo.
La cercanía de Rusia compromete seriamente la defensa antiaérea, que tiene poco tiempo para reaccionar. La administración militar regional tiene habilitada una alarma sonora que se dispara automáticamente en todos los teléfonos móviles independientemente de que usen o no otras aplicaciones, como Air Alarm. El problema es que estos sistemas de avisos no discriminan si los misiles o los drones se dirigen a Járkiv o a cualquier otra parte de la región. La población, ante esta incertidumbre y sabiendo que apenas tendrá tiempo de reaccionar y ponerse a cubierto, se ha aferrado con desafiante coraje a su rutina cotidiana. A las once de la noche comienza el toque de queda y la ciudad queda a oscuras, pero hasta ese momento muchos jóvenes siguen en la calle, tras apurar el cierre de algunos pubs y cervecerías a las diez.
Otra cosa es lo que pasa con los niños. Mantener viva esta acogedora ciudad universitaria, más barata que Kyiv, implica evitar el éxodo, y por lo tanto proteger a la infancia. Los niños más pequeños apenas han tenido ocasión de ir al colegio en condiciones normales.

El Ayuntamientode Járkiv planea nueve escuelas bajo tierra de aquí al 2026 para acoger a 9.000 alumnos
En la segunda ciudad de Ucrania funcionan ya seis escuelas habilitadas en estaciones del metro, que acogen a cerca de dos mil alumnos de primaria y secundaria. Sin embargo, eso es del todo insuficiente. El Ayuntamiento está construyendo una escuela subterránea para un millar de alumnos y planea un total de nueve más de aquí al 2026, que acogerán a unos 9.000 niños desde el jardín de infancia hasta los 17 años, probablemente con financiación europea. Pero el problema es extensivo a toda la región.
A unas decenas de kilómetros de la ciudad se encuentra una escuela muy especial. Serhí, que nos acompaña a visitarla, explica que su hija de 14 años, ha pasado mucho tiempo “no deprimida, pero casi. Todo el día con el ordenador, pocos amigos… Ahora, por fin, sale dos veces por semana porque se ha aficionado a la escalada en pared”. ¿Qué le ocurrió? No fue solo la guerra: antes fue la covid… Dos encierros seguidos.
“Los niños han estado muy estresados durante cuatro años. Primero la pandemia y ahora la guerra”, dice la directora del liceo Divosvit, Svitlana Volchkova. La escuela sufrió el impacto directo de un misil en el 2022. La escuela cerró. “Cuando abrimos de nuevo fue muy difícil, para los niños y para los maestros. Los niños se habían acostumbrado a las clases online; estaban tensos, cuando vieron al profesor en persona por primera vez se acercaban a tocarlo. Vimos problemas psicológicos de todo tipo, distintos en cada edad. Por eso estoy tan contenta de que podamos reunirlos a todos en nuestros sótanos y trabajar con ellos en lugar seguro”.

“Los niños han estado muy estresados durante cuatro años. Primero la pandemia y ahora la guerra”
Los sótanos son dos, uno de ellos construido por la administración regional y otro, algo más sencillo, por la oenegé madrileña Plan International, que también ha suministrado materiales. Son cálidos y están bien acondicionados, tienen wifi y varias puertas de seguridad. Un tercer sótano, el que originalmente tenía la escuela, no se ha tocado. Allí se refugiaron durante casi dos semanas hasta 400 personas al comienzo de la invasión, “con perros, gatos, conejos y de todo…”, dice Volchkova. Los niños hacían dibujos en las paredes enyesadas.
El liceo Divosvit (la directora pide que no se diga su ubicación) asiste a varias localidades del distrito y a alumnos procedentes de Járkiv. Pero no es una escuela normal; está destinada a chicos con especiales dotes para el arte y para las tecnologías de la información, que llegan a mezclar con resultados tan sorprendentes como sus propias pinturas, de tal calidad que se han expuesto en Polonia, Estonia, Letonia y en el Parlamento de Kyiv. Antes el liceo funcionaba como internado, de lunes a viernes, para 400 alumnos, que se alojaban en edificios hoy vacíos en torno a un pequeño campus. Ahora los niños vienen de casa, pero el problema es la falta de autobuses, que han sido cedidos al esfuerzo de guerra. La directora apela a la solidaridad internacional para comprar uno nuevo.