La agenda de Trump, más allá de sus descabelladas declaraciones públicas, incluye diversas medidas para reducir el déficit crónico de EE.UU. Entre otras cosas, incrementando las ventas de armas a sus socios.
En estas semanas previas a la ceremonia de investidura presidencial de Donald Trump, los especialistas en la política de EE.UU. tienden a interpretar las mercuriales declaraciones del futuro presidente atendiendo a las explicaciones que dan sus consejeros más próximos, aunque tampoco se trate de una ciencia exacta.
Entre los mensajes reveladores que ese informal grupo de asesores, en su mayoría futuros cargos del gobierno de Trump, han transmitido a los gobiernos aliados está el objetivo de que los socios de la OTAN lleguen a dedicar hasta un 5% de su producto interior bruto (PIB, lo que la economía genera en un año) a gastos militares, según informaciones recogidas por el Financial Times.
En su anterior mandato, Trump había fijado el listón en el 2%,así que se trata de un aumento sustancial. En el caso de España, por ejemplo, implicaría al final gastar casi 40.000 millones de euros más al año. Inasumible, obviamente; pero indica el punto de partida de la negociación y revela las intenciones del próximo inquilino de la Casa Blanca.
Primero, en la estrategia: una militarización desconocida en casi un siglo, una apuesta sustancial por la fuerza militar para mantener la hegemonía mundial. Y el anuncio de nuevas intervenciones armadas en diferentes punto del globo, aderezadas con una actitud más agresiva hacia los vecinos más próximos: Groenlandia, Canadá, México y Panamá.

El Pentágono, la sede del departamento de Defensa de EE.UU.
Después en la instrumentación. Para sostener esa política hace falta dinero, mucho. Hay que financiar las guerras y los centenares de bases permanentes en los cinco continentes, así como el ingente esfuerzo financiero para situar las fuerzas armadas en la vanguardia de la tecnología, imponiendo su ventaja ante cualquier posible desafío, venga de Pekín o de Moscú, real, potencial o simplemente imaginado.
El límite a las ambiciones imperiales de EE.UU. reside en que es muy difícil alimentar un descomunal gasto de defensa, que trasvasa sus progresos a sus grandes compañías tecnológicas, mientras se rebajan rutinariamente los impuestos a los megarricos y a las grandes corporaciones y además se descartan por principio los planes de austeridad o alternativamente, de más presión fiscal; y al mismo tiempo, controlar el déficit de las cuentas públicas y de la balanza comercial con el resto del mundo. EE.UU. lleva décadas gastando desvergonzadamente mucho más de lo que produce. Es el gran deudor, el peor modelo.
El remedio, hasta ahora, ha sido inundar el mundo de dólares y acoplar ambas ambiciones, imperio y consumo indefinido. Imprimir billetes, o crearlos digitalmente apretando el return del teclado en el Tesoro y la Reserva Federal (FED), con la seguridad de que a socios y rivales no les quedará más remedio que atesorarlos. El dólar y la hegemonía militar son dos vasos comunicantes del mismo mecanismo que gobierna el mundo y su economía. EE.UU. necesita colocar cada año, prácticamente gratis, de casi 2 billones de dólares, acercándose a casi dos veces el PIB español (1,2 billones de euros) para mantener la bicicleta en marcha. Y la cifra de ese gravoso impuesto mundial crece.
El pacto de Trump con Musk y Zuckerberg busca acabar con la regulación europea y su resistencia política
Pero las resistencias y rozamientos crecen. Otras potencias ponen problemas, comenzando por la China de Xi Jinping, pese a que durante décadas optó por acoplarse al sistema para crecer y desarrollarse. También la Rusia de Vladimir Putin. Auténticos desaprensivos; aunque no muy alejados de las ideas y comportamientos del aliado Trump.
La deuda no puede crecer al ritmo que registra desde hace décadas. Al cierre del año recién terminado representa más del 130% del PIB, 36 billones de dólares y un pago de intereses cercano al billón. Muy por encima de países como España o Francia, que no son precisamente los mejores alumnos de la clase europea. Y además, siempre hay que aspirar a más.
Esa es la base de la guerra comercial impulsada por EE.UU., por Trump en su primer mandato, pero mantenida por Joe Biden, y que no solo tiene a China como objetivo. Los socios europeas ya saben de qué va, especialmente los industriosos alemanes. Hay que reducir la brecha del déficit comercial.
Y volviendo al principio, el aumento de los gastos militares de los socios de EE.UU. representa otra fuente sana de aumentar las exportaciones, de reducir los déficit crónicos de la balanza comercial de EE.UU., siempre y cuando aquellos acepten hacerlo comprando las armas de guerra a este último.
El discurso militarista de Trump sirve, como mínimo, para crear un clima prebélico que justifique más gastos militares y alimente en los aliados el impulso freudiano de apaciguarlo firmando cheques. En la hipótesis máxima, anticipa un cambio en la conducción de las relaciones internacionales.
Y el de alimentar la ultraderecha europea de Elon Musk, de momento su principal socio, para vencer todas las resistencias políticas y degradar aún más la subordinación de los aliados.
También se aspira a mejorar las cuentas de las grandes empresas tecnológicas y energéticas americanas. Estas últimas, grandes beneficiarias de la guerra de Ucrania, convertidas en salvadores suministradores a Europa que acarician aún más ventajas.
Inundar el mundo de dólares ya no basta; hay que reducir el déficit vendiendo muchas más armas
Las primeras esperan que Trump emplee su mano de hierro para vencer las restricciones reguladoras de las autoridades europeas -tiquis miquis con fruslerías como la veracidad de los contenidos de las redes sociales o con la intimidad de los datos personales de sus usuarios- y que los gobiernos del viejo continente les abran sus mercados sin limitaciones (Italia y Musk es el modelo. Esta es la base de la alianza entre Trump y personajes como el mencionado Musk o Marck Zuckerberg, su homólogo de Meta.