Había regresado de dar un paseo matutino por el lago de la Casa de Campo y ya estaba en casa, trabajando, cuando sonó el teléfono. Era el ministro de Cultura y no podía creerlo. Sí, le anunciaba que era el nuevo Premio Nacional de Historia. Fernando del Rey Reguillo (La Solana, 1960) había obtenido el reconocimiento del tribunal gracias a Retaguardia Roja (Galaxia Gutenberg), su último libro. Un crudo relato de los primeros y violentos meses de la guerra civil en los pueblos de Ciudad Real, entre ellos el suyo.
Todavía impresionado, amén de algo abrumado por la lógica repercusión mediática, atendía a la emisora municipal de su localidad natal, Radio Horizonte. “Estoy emocionado, sorprendido y agradecido al jurado; no me lo esperaba”. No oculta que un galardón de esta naturaleza supone un antes y un después; “lo veo como el premio a una vida de trabajo dedicado a esto”. Sin embargo, enfatiza que ha sido su libro más difícil, y no solo desde el punto de vista literario. “Para mí ha sido muy duro, porque son sucesos duros que, además, se desarrollan en mi tierra”. Admite que sentía el gusanillo de entrar en la realidad de áreas más concretas, lo que él llama el microcosmos. “Desde el año noventa empecé a visitar el archivo y a hacer entrevistas cuando iba a La Solana de vacaciones”. Sentía la obligación de afrontar un tema tan peliagudo.
Criado en una familia conservadora y muy católica, solo conocía una versión, de modo decidió “abrir el arco”. “El pasado es un conjunto de voces heterogéneas y hay que escucharlos a todos”, argumenta. Retaguardia Roja se adentra en los pueblos de Ciudad Real, escudriñando en el tuétano de un mundo sin foco para los historiadores de ámbito nacional, acostumbrados a fijar la mirada en las grandes ciudades. Una tendencia que, a su juicio, construye un modelo interpretativo determinado que decidió someter a prueba. Tal era el desafío.
El autor se afana en encontrar respuestas y desmontar algunos mitos. Por ejemplo, si los soviéticos tuvieron mucho que ver en las matanzas de la retaguardia republicana. “La respuesta es que no”, sentencia, y arguye un razonamiento simple: “en La Mancha no había asesores soviéticos y los comunistas eran cuatro gatos”. “Un universo pequeño mirado con el microscopio te puede decir más que una gran ciudad”.
Aunque operaron otras fuerzas y otros condicionantes, Fernando del Rey concluye que la Guerra Civil estalla porque la sublevación fracasa parcialmente. “Si no hay golpe, no hay guerra; esto es una obviedad en la que hay que insistir”. Es aquí donde el historiador solanero carga las tintas contra sus instigadores. “Su responsabilidad es tremenda porque si no controlas un determinado territorio, tus afines ideológicos pagarán el pato”.
En este sentido, rechaza la corriente que defiende la inevitabilidad del conflicto armado, o incluso anticipa su génesis efectiva en octubre de 1934, con ocasión de la revuelta asturiana. “Hemos sido víctimas de la propaganda que creó la dictadura para justificar el golpe, pero ningún historiador serio acepta que en España iba a estallar una revolución comunista”.
La realidad es que en julio del 36 se produjo el alzamiento y su fracaso en la provincia de Ciudad Real desató la represión izquierdista. Fernando del Rey pone el acento en el cómo y el porqué, aunque parte de un axioma capital: aquí no hay buenos ni malos. “No es que los de izquierdas fueran muy malos, eso es una chorrada como una catedral”. Huye de esa dicotomía perversa y se esfuerza en hacer entender que “en una guerra civil la gente se mata entre sí, desgraciadamente”. Como también insiste en que las grandes matanzas las perpetraron minorías radicalizadas.
Según dice, los tiempos de mayor acometividad y violencia “duran lo que dura la revolución, hasta que la República y el Gobierno de [Francisco] Largo Caballero consigue parar a los comités y a las milicias, y eso se ve muy bien en La Solana”. Es aquí donde ensalza la figura de Melitón Serrano, líder del sindicalismo obrero de enorme carisma. “Es un personaje fascinante que se jugó la vida intentando parar las matanzas”.
Portada de Retaguardia Roja (Galaxia Gutenberg)
El libro recrea la dureza de aquellos meses de violencia, con episodios terribles en según qué pueblos. Relata muchos de gran violencia, a menudo en función de las circunstancias sociales y económicas de cada municipio. Aparecen multitud de nombres, lugares y fechas que adornan una narración de los acontecimientos ágil y llena de matices. En buena parte, el historiador solanero bebe de las fuentes orales, a veces denostadas y cada vez más valoradas. Aun cuando advierte de la prudencia con las que hay que recogerlas habida cuenta del sesgo que pueden tener, cree que “dan más frescura y ofrecen muchas claves”. “Mi vocación de historiador nació escuchando relatos en las tertulias veraniegas en la calle, oyendo a las señoras mayores”. Entre ellas, su misma madre.
Confiesa que ‘su’ título era La Mancha de sangre, un original juego de palabras que fotografiaba muy bien el resumen de los acontecimientos descritos. Razones editoriales lo impidieron y es plenamente consciente de la confusión que puede crear la palabra ‘roja’, aunque prefiere restarle importancia y recordar que, a la postre, “el rojo es el color de la revolución, que es lo que cuento”.
El flamante Premio Nacional de Historia siente un sano orgullo. Ha conseguido el aplauso del mundo académico, aunque –parafraseándolo- no deja de ser un microcosmos. Quizás le interesa más el gran cosmos que forman los lectores de a pie, ese hombre-masa del que hablaba Ortega en el La rebelión de las masas. Es bueno que todos aprendan qué pasó, para que no pase más.
En todo caso, insiste: “No quiero hacer de juez, solo jerarquizo los acontecimientos”. Se lo dijo muy claro una de sus entrevistadas de La Solana, una mujer de derechas: “si Franco no se levanta, a mi padre no lo matan”.