
Hubo un tiempo, hoy difícil de imaginar, en que en España se hacía el servicio militar y en las escuelas no mandaban los niños, sino los maestros. En los trenes militares de ese mundo casi olvidado, los “abuelos” (soldados veteranos a punto de licenciarse) aterrorizaban a los nuevos reclutas que iban al campamento con el comportamiento sádico que debían esperar de sargentos y capitanes. Y el primer día de colegio después de las vacaciones, al recoger los libros del nuevo curso, los alumnos mayores asustaban a los pequeños con historias sobre profesores hueso, materias insufribles y la certeza de que iban a catear.
Soldados y alumnos se quedaban acongojados, igual que ahora los europeos (y entre ellos los británicos, aunque no tengan clara su identidad) con las amenazas de lo que va a hacer Donald Trump: imponer tarifas comerciales a diestro y siniestro, abandonar a Ucrania, apoderarse de Groenlandia y Panamá, reforzar el dólar, desentenderse de la OTAN y, en esencia, romper el equilibrio económico y de seguridad que ha existido desde la posguerra.
El Reino Unido se siente en una posición especialmente vulnerable, al haberse desprendido motu proprio del mayor mercado único del mundo (la UE), y uno de los pocos con capacidad, al menos teórica, para hacer frente a las provocaciones de Washington. La esperanza del primer ministro, Keir Starmer, es recibir un trato de favor de Trump como deferencia por los vínculos históricos y culturales, la asistencia en guerras como las de Irak y Afganistán, la cooperación en materia de inteligencia y el interés del presidente de EE.UU. en utilizar Londres como cuña para debilitar a Europa. Pero algo le dice en el fondo de su corazón que no será tan sencillo y que debe prepararse para lo peor (Elon Musk, su brazo derecho, lo considera un “comunista” y ha propuesto que “los británicos sean liberados de su tiranía”).
La nueva aproximación a China coincide con la primera encuesta que sitúa a la ultraderecha en primera posición
La imposición de tarifas daría la puntilla al gran objetivo de Starmer, que es generar suficiente crecimiento económico para poder gastar en servicios públicos e infraestructuras sin subir más los impuestos. Por ello ha antepuesto el comercio a la seguridad a la hora de resetear las relaciones con China (la segunda economía del mundo) y buscar inversiones en el país asiático, dejando de lado los casos de espionaje, los ataques a ciudadanos de ese país en territorio británico, la apertura de centros fantasmas de policía en Glasgow y Croydon, la intimidación a los hongkoneses, el apoyo a Putin frente a Ucrania, la opresión de las minorías, los incidentes de seguridad cibernética, el encubrimiento inicial de la pandemia…
Hasta tal punto ve el Gobierno Starmer al dinero chino como un elixir mágico que ha enviado a su ministra de Economía, Rachel Reeves, a Pekín para resetear las relaciones y firmar acuerdos financieros, de alineamiento regulatorio y sobre mercados de capitales, energía verde y tecnología digital, que se traducirán una inversión extra de 750 millones de euros en los próximos cinco años.
China es el cuarto socio comercial del Reino Unido, y de sus exportaciones depende un millón de puestos de trabajo en este país. Los últimos gobiernos conservadores, alertados por los servicios de inteligencia sobre el espionaje chino, habían echado agua fría a las relaciones bilaterales y enterrado la “edad de oro” que proclamó en el 2010 David Cameron. Ahora Keir Starmer ha vuelto a dar un giro al guion, considerando que las inversiones chinas, aunque contengan un nivel de riesgo, constituyen una de las pocas maneras de obtener el crecimiento económico del que depende su supervivencia política (por primera vez en una encuesta el partido ultraderechista Reforma, de Nigel Farage, es el primero en intención de voto, dos puntos por delante del Labour). “Una relación pragmática y estable con Pekín que resulte en el beneficio mutuo es completamente viable”, ha declarado el primer ministro, que se entrevistó con el presidente Xi Jinping en el marco de la última reunión del G-20.
Keir Starmer cree que las inversiones chinas son vitales para que la maltrecha economía británica logre crecer
Las relaciones entre el Reino Unido y China han tenido muchos vaivenes a lo largo de la historia, con un notable resentimiento del gigante de Asia por las guerras del opio, el papel colonial de la Compañía de las Indias, la presencia británica en Hong Kong (devuelto en 1997 con una serie de condiciones) y la destrucción del antiguo palacio de Verano en 1860. Después de una década de frialdad, Starmer busca un nuevo acercamiento, ofreciendo a Pekín servicios financieros que compensen la fuga de manufacturas a Filipinas, México e India.
En 1971, en un torneo de ping-pong en Nagoya, un jugador norteamericano perdió el autobús, se subió al de los chinos, y las fotos los captaron hablando amistosamente e intercambiando regalos. Un año después, Nixon fue a China. Starmer cree que no necesitará nada tan dramático para ganar la confianza y captar el dinero de la superpotencia asiática.