
A medida que todo se complica, se acentúa la añoranza por la política de hace años; el temor a lo desconocido y la incapacidad por reconducir el momento lleva a mirar al pasado. Ahí radica el éxito del populismo que, sin propuesta alguna de futuro, seduce a los suyos con la promesa de recuperar lo que fue o, a menudo, lo que se quiere creer que fue. Por ello, no es casualidad que Trump llegara al poder con su Make America Great Again, o el Brexit adquiriera empuje con el I want my country back. Again y back en el centro de sus campañas.
Sin embargo, desde la política tradicional también emerge la melancolía, como se ejemplificó de forma paradigmática en el reciente debate entre José María Aznar y Felipe González, que resultó de una inaudita amabilidad. Ambos, sin recato alguno, alardearon de su moderación y centralidad y de cómo, en sus tiempos, no se pactaba con los radicales, olvidando la extrema agresividad de Aznar y los suyos –nada que envidiar a la de nuestros días– en su acoso al entonces presidente. Hay que ver lo que llega a unir el antisanchismo.
Los equilibrios que ahora se añoran saltaron por los aires en el 2007 con una quiebra
La autocomplacencia de los expresidentes ni se justifica ni contribuye a serenar el panorama; en cambio, acentúa el descrédito de la política y alienta los extremismos. Parecen olvidar que sus circunstancias nada tienen que ver con las de hoy, en que muchos ciudadanos creen que socialistas y populares, de hace ya mucho, les han abandonado para entregarse a su estricta clientela y al dinero global. Ya solo faltaría que unos y otros fueran de la mano, como también se reclama en esta Catalunya en la que, pese a haber recuperado el tino y la normalidad, crecen las voces a favor de recuperar el espíritu de la sociovergencia. Por el contrario, derecha e izquierda han de ser capaces de conformar alternativas diferenciadas, sustentadas y creíbles, sin obviar el no hacerse sangre en alguna cuestión troncal.
A su vez, conviene recordar cómo los equilibrios que ahora se añoran, saltaron por los aires en el 2007 con una dramática quiebra financiera, sin la cual no se entiende el desbarajuste de nuestros días. Hoy, transcurridas ya cerca de dos décadas, aún estamos intentando recomponer las fracturas del desplome descomunal de un mundo que no sabía de populismos. Es a partir del descalabro, y de la incapacidad por afrontar sus causas más profundas, que el comprensible malestar social auspició la emergencia de partidos radicales.
Así, el modelo que se hunde es el diseñado por las generaciones de quienes hoy alardean de que con ellos todo iba mejor, mientras se atiza por incompetentes a quienes ni se habían iniciado en la política cuando reciben un mundo hecho trizas. Y España no constituye ninguna rareza en un Occidente aturdido.
La solución no es sencilla, pero cualquier camino de salida empieza por no caer en la siempre estéril melancolía. Además, a la vista de cómo dejaron el mundo, quizás resulte que aquellos que nos gobernaron no eran tan extraordinarios