China impone su lógica a EE.UU.

Cuando la administración Nixon inició relaciones con la China comunista de Mao, el objetivo, a parte de debilitar a la Unión Soviética, era atraerla hacia la democracia y la economía de mercado. Estados Unidos quería que China se le pareciera y el vehículo para esta convergencia iba a ser el comercio. Han pasado 53 años desde que el presidente Nixon visitó a Mao en Pekín y hoy Estados Unidos va camino de parecerse más a China que China a Estados Unidos.

El programa económico de la administración Trump para impulsar la producción industrial se apoya en el proteccionismo, mientras que la estrategia política recorta libertades y derechos civiles, además de promover una lectura única de la historia del país. China, sobre todo bajo la presidencia de Xi Jinping, ha hecho lo mismo.

Durante décadas, Estados Unidos presionó a China para que abriera sus mercados y dejara espacio a la iniciativa privada. El principio era muy claro: Si China era una sociedad capitalista funcional, acabaría siendo democrática.

China entró en la Organización Mundial del Comercio en el 2001. Tenerla dentro del sistema de reglas internacionales, sujeta al arbitraje de instituciones neutrales, era la garantía de que el mundo, al final de la guerra fría, iba a ser más próspero y pacífico.

El mundo, sin embargo, no es hoy más seguro ni más democrático. Las guerras en Ucrania, Gaza, Sudán y el Congo coinciden con el auge de los regímenes autoritarios, que hoy gobiernan a muchas más personas que las democracias liberales. En estas democracias, además, como se ve en Estados Unidos y la Unión Europea, la política industrial favorece las inversiones públicas en sectores estratégicos.

Por todo ellos, como indica Michael Froman, un veterano experto en asuntos económicos del gobierno norteamericano, en un reciente artículo en Foreign Affairs , Estados Unidos y, en menor medida, también la Unión Europea, impulsan un “capitalismo nacionalista de Estado”, como ha hecho China desde los años setenta.

A lo largo de varias décadas, el Partido Comunista aplicó algunas de las reformas económicas que le sugirió Estados Unidos, pero mantuvo serias restricciones a la inversión extranjera y exigió la transferencia de la tecnología necesaria para producir más barato los productos que consumían las sociedades occidentales.

Convertida en la fábrica del mundo, China palió las desigualdades que creaba el capitalismo. La globalización permitió mantener la calidad de vida de las clases medias en Occidente al tiempo que consiguió sacar a mil millones de chinos de la pobreza.

El Partido Comunista, especialmente a partir de que Xi Jinping se hizo con el poder en el 2013, aumentó el intervencionismo para limitar el poder de los grandes empresarios y, al mismo tiempo, favorecer que surgieran “campeones nacionales” en los sectores estratégicos.

Más proteccionismo y menos libertades es la receta que Xi aplicó para impulsar la economía china

Xi distorsionó el sistema global de comercio al subvencionar empresas privadas, frenar la inversión extranjera, confiscar la propiedad intelectual de las compañías occidentales en China, subsidiar las exportaciones y cerrar el sistema financiero para poder ajustar el valor de la moneda.

Con esta estrategia, los productos chinos ganaron en calidad y valor añadido al tiempo que mantuvieron su competitividad.

El daño colateral de esta política fue muy agudo en las zonas industriales de los países democráticos. Las fábricas cerraron y en estas regiones deprimidas de Estados Unidos y Europa el populismo encontró un caladero de votos. MAGA, el movimiento que impulsa Donald Trump, así como los partidos ultras europeos, se apoyan en los ciudadanos que la globalización ha dejado atrás, personas convencidas de que Estados Unidos y los países europeos deben parecerse más a China, es decir, ser más proteccionistas, autoritarios y homogéneos.

Cuando Trump ganó la presidencia en el 2016 intentó seducir a China. Hasta su nieta cantó en mandarín a un entusiasmado Xi Jinping que estaba de visita en Mar-a-Lago. Pero la magia de aquella canción infantil no cambió el tono áspero de la relación adulta y, hacia el final de su mandato, Trump había subido al 19% los aranceles a dos tercios de los productos chinos. Biden los mantuvo altos y disparó los subsidios a la industrias estadounidenses del automóvil y la transición energética.

Estados Unidos intenta hacer con China lo que China ha conseguido hacer con Estados Unidos. Es decir, abandona los principios de la globalización y de la economía liberal de mercado para asumir la lógica del capitalismo nacionalista de Estado. Trump considera que le sobra capacidad industrial y financiera para frenar a su gran competidor.

Hace siete años, Xi Jinping dijo que el mundo estaba experimentando “cambios muy profundos, nunca vistos en un siglo” y su afirmación fue premonitoria.

Las economías y las sociedades democráticas parecen hoy a merced de las fuerzas de cambio, tanto de las tecnológicas como de las autocráticas, y en ningún lugar es más evidente que en Estados Unidos.

Trump ha abierto una grave crisis constitucional al ningunear al Parlamento y desobedecer a los jueces. Se pelea con sus aliados en Europa, México y Canadá al tiempo que se alinea con la Rusia de Putin en Naciones Unidas y niega la libertad de expresión a los estudiantes críticos con la guerra de Israel en Gaza.

Xi se presenta como un socio estable y comprometido con el multilateralismo

Xi aprovecha el desconcierto que Trump ha causado en apenas dos meses para proyectarse como un socio estable y comprometido con el multilateralismo. Lo ha dicho en el foro de Boao, el Davos asiático, que estos días se ha celebrado en Hainan. “Somos una nación responsable”, aseguró a las delegaciones de más de 60 países.

La misma receta liberal que todos los presidentes norteamericanos han recomendado a las autoridades chinas durante 53 años es la que ahora Xi recomienda a Estados Unidos: menos proteccionismo y más inversiones exteriores.

Hay cierto cinismo en las palabras de Xi, pero está claro que China ha creado unas nuevas reglas para las relaciones internacionales y ha demostrado que el capitalismo funciona muy bien fuera de la democracia. El sur global le escucha y Trump, que detesta la superioridad moral de una Europa más democrática, diversa, equitativa e inclusiva, también.

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