John Edgar Hoover, el primer director del FBI, fue un personaje oscuro y autoritario. Durante sus 48 años al frente del FBI y de su organismo predecesor, supervisó personalmente todas las decisiones, grandes y pequeñas, desde las escuchas telefónicas hasta el código de vestimenta. El control generaba una obediencia ciega. Una vez garabateó las palabras “Watch the borders” en uno de los memorandos que pasaron por su mesa y la consecuencia fue el envío de agentes para vigilar las fronteras con México y Canadá. En realidad, resultó que el objeto de su interés había sido el tamaño de los márgenes del documento. El comportamiento de los subordinados quizás fuera racional. Las jerarquías suelen conllevar el envío y la recepción de órdenes. Y Hoover era un jefe especial: rencoroso, con mal genio, una vez despidió a alguien por jugar con un yoyó. De modo que probablemente para sus subordinados tuviera sentido acatar las órdenes y no hacer preguntas incómodas del estilo “¿Qué fronteras?”. Los ejecutivos de hoy tienden a practicar un tipo de liderazgo diferente. Ahora bien, incluso para los directivos con mentalidad colaborativa e imbuidos de la doctrina de la seguridad psicológica, la anécdota contiene una lección importante.

No escasean las investigaciones acerca del sesgo de autoridad, la tendencia de las personas a suspender el propio juicio en presencia del poder. El más conocido es el clásico experimento de Stanley Milgram en el que los participantes seguían las indicaciones de administrar descargas eléctricas (simuladas) de intensidad creciente a otras personas. Sin embargo, un aspecto poco apreciado de semejante fenómeno es que el poder se ejerce a menudo de forma inconsciente y no solo intencionada. Una instrucción ambigua como la de Hoover es susceptible de causar caos al intentar los empleados interpretar las palabras del jefe. Un comentario casual del directivo mejor intencionado puede hacer que los subordinados salgan corriendo hacia direcciones no deseadas. Una frente arrugada tiene el potencial de arruinar días enteros. Los jefes ejercen influencia incluso estando ausentes. Es enorme la cantidad de tiempo que invierte la gente intentando adivinar lo que quieren los superiores. Cabría describir el fenómeno como “gestión de la güija”: se reciben mensajes aunque no se ha enviado ninguno.
Algunos jefes y organizaciones son más conscientes que otros de la influencia de tener un cargo superior. El presidente John F. Kennedy dijo a sus asesores durante la crisis de los misiles cubanos en 1962 que no formaría parte del equipo en el día a día porque su presencia hacía que estuvieran menos dispuestos a enfrentarse entre ellos. Cuando el estudio de animación Pixar prueba internamente nuevas películas, convoca a un grupo de expertos, la mayoría de ellos muy veteranos, a los que encarga dar su opinión al director. La compañía deja claro que el grupo no tiene autoridad propia y que es el director quien decide si sigue o no sus consejos.
En la crisis de los misiles John F. Kennedy renunció estar en el equipo del día a día de sus asesores porque su presencia hacía que estuvieran menos dispuestos a enfrentarse entre ellos
Ser sincero acerca del poder es mejor que pretender que no existe. Si uno es el jefe y dice cosas como “No me tenéis que hacer caso en esto” o “La decisión es vuestra, pero yo que vosotros…”, quizás considere que está dando a la gente libertad para tomar sus propias decisiones. En realidad, no es así. Si a uno no le importa algo, es preferible no decir nada a fingir que las propias opiniones no tienen un peso adicional. Starbucks lleva mucho tiempo aplicando la práctica de no escribir los cargos con mayúscula como forma de indicar que todos los empleados son valorados. Todo eso está muy bien. Sin embargo, sigue siendo Brian Niccol, el director ejecutivo, quien decide cerrar tiendas y despedir a trabajadores, como hizo en septiembre.
Dejar claro por qué se intenta hacer algo es una buena forma de que un jefe esté presente en espíritu. Liz Reid, que supervisa las búsquedas en Google, afirma que, sin una idea clara del motivo de una estrategia concreta, aumenta el riesgo de que la gente se limite a seguir las instrucciones. “Es más fácil que se digan: ‘Liz ha dicho tal y cual. Así que ahora vamos a eso una y otra vez’”. La claridad acerca de un objetivo al menos manipula la güija de forma constructiva. Y eso es porque los empleados disponen de un marco adecuado para evaluar nuevas ideas o responder a nueva información.
Los jefes se definen por el poder que ejercen. Ese poder tiene un gran valor a la hora de coordinar equipos, resolver conflictos y galvanizar esfuerzos. No obstante, también distorsiona constantemente el comportamiento. Cuando cada palabra que dice un jefe puede repercutir en toda la organización, hay que acordarse de Hoover y vigilar las órdenes.
© 2025 The Economist Newspaper Limited. All rights reserved
Traducción: Juan Gabriel López Guix