De Gaulle tenía razón de no fiarse de Estados Unidos

Vértigo en Occidente. El segundo mandato de Donald Trump empezó reclamando abiertamente Groenlandia y no ha parado hasta zarandear la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, que evoca una Europa en ruta hacia “la aniquilación como civilización”. Un divorcio que trascenderá al trumpismo y que necesariamente será traumático.

Francia es el país menos sorprendido por el divorcio transatlántico en curso y el mejor preparado históricamente para asumirlo. Políticos y analistas coinciden en que el general De Gaulle tenía razón hace casi setenta años cuando desconfiaba de Estados Unidos. Pese a las decenas de miles de muertos norteamericanos en las playas de Normandía y en la liberación de Francia, el héroe de la resistencia no creía que las garantías de Washington a Europa fueran eternas, y por eso apostó por la plena autosuficiencia en defensa, incluida el arma atómica, y también la autonomía industrial.

“¿Quién puede decir si, en el futuro, las dos potencias que tengan el monopolio de las armas nucleares no se entenderán para repartirse el mundo?”, advirtió De Gaulle en una rueda de prensa el 10 de noviembre de 1959. Unos años después, el 17 de abril de 1965, cuando Francia ya poseía la bomba, el carismático presidente volvía a la carga en una alocución televisada: “Desde el punto de vista de la seguridad, nuestra independencia exige, en la era atómica en la que estamos, que tengamos los medios propios para disuadir a un eventual agresor, sin prejuicio de nuestras alianzas pero sin que nuestros aliados tengan nuestro destino en sus manos”.

De Gaulle desconfiaba de EE.UU. porque pensaba que defendería siempre con vehemencia sus intereses

La doctrina de De Gaulle se ha mantenido casi inalterada hasta nuestros días. La han respetado todos los presidentes posteriores, de derechas o de izquierdas. Y no se limita a la cuestión nuclear. Algunos hablan de “ejército bonsái” porque, aunque pequeño, tiene de todo y de calidad. La producción es propia, ya sean los submarinos, los misiles, los cazabombarderos, los satélites espías o los cañones de artillería.

De Gaulle desconfiaba del aliado americano porque pensaba que, como superpotencia, defendería siempre con vehemencia sus intereses, geopolíticos y económicos, y que los vaivenes de su opinión pública influirían en la toma de decisiones de su sistema democrático.

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“Señor presidente, tenemos la impresión de que la seguridad colectiva depende de los cambios de humor y del ego de un hombre [Trump]; eso no es muy tranquilizador”, le preguntaron a Emmanuel Macron, en junio de este año, en La Haya. El actual presidente se puso el traje de De Gaulle y contestó: “Justamente eso no debe ser el caso. Debo decirles que para Francia, que tiene un ejército completo, sólidamente dotado, que tiene la disuasión [nuclear], ese no es el caso. No dependemos de otros para nuestra seguridad”.

La desconfianza hacia EE.UU. se basaba en precedentes como su actitud tras la Primera Guerra Mundial

Durante decenios, en la guerra fría, la estrategia de Francia fue única en Europa. Al contrario que Alemania, Gran Bretaña, Italia o España, no había bases estadounidenses en su territorio ni dependía en teoría del paraguas nuclear protector de Washington. De Gaulle, además, decidió en 1966 salir de la estructura militar integrada de la OTAN, una decisión que solo revertiría Nicolas Sarkozy en el 2009.

La desconfianza hacia Estados Unidos no era una obsesión personal de De Gaulle. Estaba fundada en precedentes como la actitud de Washington después de la I Guerra Mundial, cuando el Senado se negó a ratificar el tratado de Versalles, firmado por el presidente Woodrow Wilson, y, con ello, a dar garantías de seguridad a Europa y a integrarse en la Sociedad de las Naciones (precedente de la ONU). 

En Francia nunca olvidaron tampoco que, el 10 de junio de 1940, en plena invasión del país por la Wehrmacht hitleriana, el entonces presidente Paul Reynaud imploró a su homólogo Franklin D. Roosevelt “apoyo moral y material por todos los medios”, pero solo obtuvo el primero.

París se plantea en serio extender su paraguas nuclear a sus socios europeos

El actual divorcio transatlántico vivió episodios precursores muy significativos en 1956 , durante la crisis del canal de Suez, cuando EE.UU. obligó a las tropas británicas y francesas a retirarse, o el 14 de febrero del 2003, cuando Dominique de Villepin, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores francés, realizó su célebre intervención en el Consejo de Seguridad de la ONU, en Nueva York, para oponerse a la invasión de Irak y, proféticamente, alertar del peligro de ganar una guerra y perder la paz.

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La segunda presidencia de Trump, que ha exacerbado hasta el paroxismo unas diferencias transatlánticas que venían incubándose desde hace muchos años, ha vuelto a plantear para Francia la vieja cuestión de si su paraguas nuclear debe proteger también a sus aliados europeos. Es un asunto en extremo delicado porque París jamás renunciará a que sea su presidente quien decida, él solo, si debe apretarse o no el botón apocalíptico. 

Ante la inhibición de Trump y las dudas sobre la solidaridad atlántica, el canciller Friedrich Merz está dispuesto a hablar de ello con sus socios franceses. ¿Aceptaría París morir por Berlín? ¿O por Varsovia? La ambigüedad es ya disuasoria, aunque no suficiente. Lo cierto es que Francia –y quizás toda Europa– se ve forzada a ser hoy muy gaullista, 55 años después de la muerte de aquel grandullón mandatario convertido en un mito.

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