
El 12 de mayo de 2022, una inspectora de Hacienda empieza a investigar a Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Casi tres años después, aquel caso va camino de convertirse en uno de los mayores pulsos entre la cúpula judicial y el Gobierno, la expresión de un choque de trenes de largo recorrido.
La figura del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, se ha erigido en la pieza clave. Si cae o se mantiene en pie marca el signo de esta batalla decisiva en una guerra de fondo. La imputación de todo un fiscal general, es decir, el acusador público acusado por el Tribunal Supremo, ya es algo inaudito.
Fue hace un año cuando empezó el culebrón sobre García Ortiz que ha desviado la atención del caso por fraude fiscal del novio de Isabel Díaz Ayuso. En febrero del 2024 saltó la noticia de una negociación entre González Amador y la Fiscalía para eludir la prisión. El intento de manipular esa información por parte del jefe de gabinete de la presidenta llevó al fiscal general a meterse en camisas de once varas con un desmentido que ha acabado en imputación por revelación de secretos.
A partir de entonces, la investigación por parte del Supremo sobre si la actuación del fiscal general ha sido diligente y especialmente exhaustiva ha incluido, por ejemplo, el registro de la oficina de García Ortiz y la confiscación de sus comunicaciones. Esas indagaciones han permitido conocer el celo con el que García Ortiz borraba sus whatsapps, por ejemplo. En circunstancias normales, un fiscal general imputado tendría que haber dimitido. Sin embargo, el afectado está convencido de ser víctima de una persecución política para debilitar al Gobierno en otros frentes judiciales abiertos.

El ministro de Justicia, Félix Bolaños, y el fiscal general, Álvaro García Ortiz
Hace tiempo que el Ejecutivo busca cambiar la orientación de la cúspide judicial, que considera escorada a la derecha, sea por connivencia política o por mera sintonía ideológica. Los enfrentamientos han sido múltiples. Los recelos entre la cúspide judicial y el Gobierno empiezan desde la entrada de Pablo Iglesias en el Gabinete, pero la hostilidad se recrudece como consecuencia del procés . Cuando el PP externalizó el conflicto catalán en los tribunales, pocos se imaginaban el alcance que tendría para las relaciones entre la política y el poder judicial.
La sentencia del procés fue un hito en esta historia. El presidente del tribunal y de la Sala de lo Penal del Supremo, Manuel Marchena, devino en un primer momento poco menos que en un pusilánime para sectores mediáticos que reclamaban mano dura. Enseguida pasó a ser el máximo exponente del lawfare para el independentismo y, hoy, también para el Gobierno, aunque no se le señale directamente en público.
El tribunal europeo y el Constitucional dirimirán en meses si enmiendan al Supremo sobre la amnistía
Si bien el deterioro del clima político-judicial fue progresivo, la ley de Amnistía marcó un antes y un después. Para el Supremo, es admisible que el Gobierno indultara a los líderes del p rocés , es decir, que se perdonaran sus delitos, pero no una amnistía que deje la sentencia en papel mojado. Ese borrado general de la causa, a ojos del alto tribunal, no hace más que dar argumentos a quienes opinan que las condenas fueron desproporcionadas.
De hecho, la sentencia fue recurrida al Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la resolución se espera en cuestión de meses. Una decisión a favor de los demandantes sería un varapalo para la reputación del Supremo. A ello se sumaría la del Tribunal Constitucional sobre la validez de una ley de amnistía que el Supremo ha rechazado aplicar en toda su extensión, puesto que cuestiona que sea válida en casos de malversación, como ocurre con Carles Puigdemont.
Ese pulso ha abierto un abismo entre los dos poderes que se ha ido agrandando con otras cuestiones, como la ley del “solo sí es sí”. El Gobierno ha tratado de cambiar el signo ideológico de la cúpula judicial primero con la renovación del Consejo del Poder Judicial, del que se derivan los nombramientos de jueces en las diferentes instancias. Ha conseguido cambiar su composición, aunque sin darle la vuelta como a un calcetín. El otro resorte para el Ejecutivo es la Fiscalía General, de la que dependen también nombramientos en la carrera fiscal y donde el dominio conservador también se ha ido atenuando.
El entorno del fiscal general considera que el punto de inflexión contra su persona fue el choque con los fiscales del procés , aunque éste se produjo una vez iniciada la investigación contra García Ortiz sobre la presunta revelación de secretos. En junio pasado, el fiscal general ordenó a sus subordinados Javier Zaragoza, Fidel Cadena, Consuelo Madrigal y Jaime Moreno que pidieran al Supremo que aplicara la amnistía al completo, incluyendo la malversación. Los fiscales se rebelaron y su jefe los apartó del proceso.
El fiscal general que apartó a los fiscales del procés no podrá aguantar en el cargo si es enviado a juicio
¿Quién ganará la batalla?, ¿hasta dónde llegará la causa contra el fiscal general? García Ortiz no lo va a poner fácil. Ha recurrido en amparo al Constitucional por el registro de su despacho y del móvil al considerar que se hizo sin indicios de delito suficientes y que fue desproporcionado puesto que se podían haber hecho diligencias menos invasivas y no hacía falta intervenir ocho meses de comunicaciones. El TC puede suspender el procedimiento de forma cautelar y decidir en unos meses si lo declara nulo. Pero si todo eso no resulta, García Ortiz tendrá que ir a juicio y un fiscal general sentado en el banquillo es algo insostenible. El Gobierno tendría que cambiar una pieza fundamental. De ahí que no sea baladí que en la causa contra García Ortiz también se haya incluido a su número dos, Diego Villafañe.
La batalla es encarnizada. Cada parte la vive de una forma. El Gobierno está convencido de que los jueces actúan con animadversión manifiesta. El PP reprocha a Pedro Sánchez sus injerencias en la justicia. Y los togados, como es obvio, defienden su profesionalidad y se quejan de las lecturas interesadamente políticas que se hacen de sus decisiones. Lo que está claro es que la política se dirime hoy más en los tribunales que en los parlamentos.