
En el encuentro entre el escritor John Carlin y el experto en ciudades Greg Clark, organizado por Barcelona Turisme y La Vanguardia , moderado por Miquel Molina, quedaron claras tres cosas. La primera que Barcelona es una ciudad innovadora –global, creativa y tecnológica, como Boston, San Francisco o Múnich–, que no tendría que envidiar para nada a Madrid –ciudad política y financiera, al estilo de Londres, París o Nueva York– y seguir su propio camino. La segunda, que toda urbe exitosa resulta atractiva y por tanto seduce a numerosos turistas. Y la tercera, que Barcelona es una ciudad que no ha culminado su desarrollo metropolitano; de no avanzar en este sentido, Clark dijo que “se puede ver desbordada por los visitantes”.
El turismo y la vivienda conviven sin dificultad hasta que desde hace 20 años el mercado inmobiliario invade el turístico provocando la burbuja de precios a la que hemos llegado. Las nuevas rentas generadas por la explotación de estos pisos mayoritariamente especulativas producen gentrificación en determinadas zonas centrales desplazando a la población residente y dificultando el acceso general a la vivienda.
El problema
No es el turismo el que crea la escasez de vivienda: son la falta de suelo, la deficiente inversión pública y los titubeos legales
El sector puede ser el catalizador, pero nunca el culpable de este desaguisado de los precios. El turismo, contra lo que afirmaba Miquel Puig
en La Vanguardia (“Barcelona cosmopolita”, 21/VI/2025), ha conseguido que la renta disponible de los barceloneses se incremente en un 35% entre 2018 y 2024, mientras que en Londres, otra ciudad que partía de niveles parecidos, apenas se ha incrementado un 10%. Algo se habrá hecho mejor aquí que en la capital británica. Los 15,5 millones de visitantes anuales que gastan unos 100 euros de promedio diarios se añaden a los barceloneses para aportar riqueza, empleos de calidad –y también otros de menor nivel–, inversiones, actividades de todo tipo e intercambios internacionales. Sin esos viajeros Barcelona sería otro tipo de ciudad: a lo mejor más tranquila
y calmosa, pero bastante menos innovadora y pujante. Eso no quita que deban estabilizarse los flujos y ajustarlos permanentemente para evitar que resulte más caro mantener las infraestructuras y los servicios que los beneficios resultantes.
No es el turismo el que crea la escasez de vivienda, sino la falta de suelo, la deficiente inversión pública y los titubeos legales. Cuando se plantea una moratoria de licencias, se establecen topes de precios de alquiler en zonas tensionadas, se aplican sanciones y cierre de pisos, se libera suelo y se retoma la agenda metropolitana, queda patente que estas medidas poco tienen que ver con el número de viajeros. El turismo se utiliza como excusa. Resultan comprensibles las protestas de los vecinos porque el precio de los alquileres aumenta el 40% en una década por encima de la inflación, pero se equivocan de ventanilla al airear su disgusto. No son los turistas los que expulsan a los vecinos de sus casas. Es verdad que muchos flujos molestan en las calles, en el transporte, en las actividades, pero este tema debe resolverse también en otra oficina.