Donald Trump desencadenado

La capacidad de Donald Trump para el desconcierto es única. Empezó la semana con el despido de un comediante irreverente, sembró el pánico entre las embarazadas al vincular paracetamol y autismo y soltó en la ONU un discurso furioso y malhumorado.

President Donald Trump addresses the 80th session of the United Nations General Assembly, Tuesday, Sept. 23, 2025, at U.N. headquarters. (AP Photo/Angelina Katsanis)

Trump se dirige al auditorio en la 80 sesión de las Naciones Unidas en Nueva York )

Angelina Katsanis / Ap-LaPresse

Hay un detalle revelador del discurso de Donald Trump ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el martes. Es la diferencia con la que sus palabras fueron recibidas en su primer discurso en ese mismo auditorio en 2018 y en cómo los asistentes reaccionaron esta vez. Hace siete años, las palabras de Trump hicieron sonreír a los 192 delegados. Por lo que decía, por las medias verdades que contaba y por las exageraciones que utilizaba. El martes pasado, en cambio, nadie estaba de humor para reirse. Todos le escucharon en silencio. Entendieron que estaban ante un discurso histórico. No por su contenido -que no pasará a los anales de la diplomacia internacional-, sino por lo extraño y raro que resultó.

Trump nunca deja indiferente. Después del discurso de 2018, su correligionario y ex presidente George W. Bush dijo de su intervención que fue “como una mierda rara” ( that was some weird shit ). Esta vez nadie ha dicho nada parecido. Como mucho hay quien lo ha comparado en su extravagancia con la intervención de un joven Fidel Castro vestido de guerrillero en 1960, que duró cuatro horas y media que dejaron a los asistentes clavados en las butacas. El de Trump no llegó a los 60 minutos. Pero lo que tenía que ser una oportunidad para exponer su visión del mundo, quedó en un desordenado y reiterativo ajuste de cuentas hacia la ciencia del cambio climático (a la que dedicó una cuarta parte de su discurso), hacia Europa y hacia los valores de la institución que lo acogía.

Donald Trump no es un accidente de la historia. Eso ya ha quedado claro. También parece probable que permanecerá en el poder todo el tiempo que pueda. No necesita hablar con Vladimir Putin o Xi Jinping sobre los misterios de la longevidad. Le basta con su ego para sentir que va a vivir eternamente. Y el día en que habló ante la asamblea en Nueva York, era una máquina sin frenos. Pura desinhibición.

La escalera mecánica que le llevaba al auditorio se detuvo mientras subía por ella. El teleprompter falló y se quejó también de que no se le oía lo suficiente. Finalmente, ya en pleno discurso, una sinapsis alocada y vengativa le hizo recordar que la ONU le había rechazado a primeros de los 2000, el contrato de renovación de la sede central en Nueva York con mármol y caoba por unos 1.200 millones de dólares. Aquel rechazo todavía le duele a quien fue el rey del inmobiliario de Manhattan.

La coalición de aliados que apoya al presidente sabe que este es un momento único, revolucionario

Todo eso lo convirtió en un hombre malhumorado, un Trump desencadenado. Podía haber hablado de la muerte del multilateralismo, del fin del mundo liberal, del cambio de su política exterior, de Gaza, de Ucrania… Pero no, pudieron más sus obsesiones, que desgranó con un lenguaje crudo.

Dijo que amaba Europa, pero lamentó verla “devastada por la inmigración y por la energía”. Lloró la pérdida del paisaje de Escocia por culpa de los molinos de viento y acusó a los ecologistas de querer matar a las vacas. Sobre la política energética europea dijo que “ustedes hacen eso porque quieren ser políticamente correctos”. Para después aclarar cuál era su diagnóstico: “se están yendo al infierno”. Calificó el cambio climático como la “mayor estafa” jamás perpetrada y dijo que la inmigración, de la que responsabilizó en parte a la ONU, iba a acabar con Occidente. Lamentó también que la institución no le hubiera llamado para colaborar en su hercúleo esfuerzo para acabar con las guerras (según él, siete procesos de paz en ocho meses).

Una de las frases a las que recurren los comentaristas para comparar el vertiginoso período transcurrido desde que Trump tomó posesión del cargo, el 20 de enero, pertenece a Lenin y está escrita en una carta mandada desde su exilio en Suiza en 1917. “Hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas”. Aluden así a la excepcionalidad del momento histórico al que asistimos. A esos ocho meses en los que el presidente ha actuado como acelerador de los cambios. Ya lo decía el dirigente comunista: las revoluciones prenden cuando las condiciones objetivas están puestas.

Trump es hoy el vértice de las dos grandes fuerzas transformadoras de los Estados Unidos. De una parte el MAGA, ese movimiento reaccionario que viene de lejos, de los años ochenta, y que no ha descansado hasta enterrar el orden liberal que hemos conocido. De la otra, los mega millonarios tecnológicos que están cambiando la economía con inversiones gigantescas en la Inteligencia Artificial. Esas dos fuerzas son muy diferentes y tienen intereses diversos. Pero coinciden en una cosa: saben que este es su gran momento. O ahora o nunca.

Pudo explicar en la ONU porqué desmantela el orden liberal, pero prefirió el ajuste de cuentas

Y reconocen que Trump es capaz de eso y de mucho más. De hecho, cada semana que pasa supera la anterior en su capacidad de sorpresa y de desconcierto. Esta última empezó con el despido de un comediante irreverente (Jimmy Kimmel), y acabó con una charla desde la Sala Oval de la Casa Blanca junto al indescriptible Robert F. Kennedy Jr. al lado. En ella, Trump se transmutó en algo parecido al Doctor Rosado (*) y desató el terror de las embarazadas al alertarlas de que si consumen paracetamol, pueden parir niños autistas.

(*Para los más jóvenes hay que explicar que el Doctor Rosado fue un popular personaje de la televisión española de los años 70 que ofrecía consejos de salud para los que querían conducir borrachos o recetas como devolverle a la vida a alguien muerto apagándole un cigarrillo sobre la cabeza).

Lee también Ramon Aymerich

1932: Three of the Mitford sisters at Lord Stanley of Aldernay's wedding. From left to right: Unity Mitford; Diana Mitford (Mrs Bryan Guinness, later Lady Diana Mosley) and writer Nancy Mitford. (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

También te puede interesar