
Esta semana Trump ha amenazado a India, a Rusia y a Europa con represalias si no ceden a sus exigencias. Su estilo es bien conocido: el ultimátum como forma de presión. Lo ha hecho con la OTAN, con China, con la OMS. Lo hace casi siempre. A veces, le funciona. Pero no siempre. Porque el ultimátum no puede ser una rutina. Si lo es, pierde poder. Pierde fuerza. Se convierte en amenaza vacía. En ruido. Y sin embargo, en esta columna estival, ahora que estamos todos más relajados y menos tensos, voy a romper una lanza en defensa del ultimátum. Porque a pesar de la cultura de lo soft , de la diplomacia suave, del liderazgo empático y de las relaciones yo gano-tú ganas, a veces no queda otra. Hay momentos en que la negociación ha agotado su margen. Cuando la otra parte no entiende razones. O cuando los límites deben marcarse con claridad. Entonces, un ultimátum no solo es válido: es necesario. Por tanto, no me refiero a los ultimátums de Trump, sino a los bien hechos. Así, para que funcione debe cumplir algunas condiciones. A saber:
Primera: no puede ser un farol. Si uno dice “o haces esto o haré aquello”, entonces hay que estar dispuesto a hacer aquello. Si no lo haces, pierdes autoridad para siempre. La amenaza que no se cumple genera el efecto contrario: refuerza al otro. No solo es signo de debilidad, sino de falsedad y descrédito.
Segunda: debe ser claro. Conciso. Inequívoco. No se trata de intimidar, sino de ser firme. El mensaje no debe dejar dudas. En ese sentido, un buen ultimátum no es emocional. Es sereno. Y ha de ser proporcionado. No como Trump, cuando salta al ruedo con aranceles de más del 100%.
Tercera: debe ser excepcional. Un último recurso. Si lo usas una vez al año, vale. Si lo usas cada semana, eres un déspota. Como el padre que grita cada noche y ya a ninguno de los hijos asusta.
También conviene recordar que un ultimátum, bien planteado, no es necesariamente una amenaza, sino una forma de invitar al otro a tomar responsabilidad. Es una declaración de límites, pero también una llamada al acuerdo antes de que sea demasiado tarde. En ese sentido, tiene un valor moral: subraya que toda decisión (también la de no ceder) tiene consecuencias. Por eso hay que dignificar el ultimátum bien hecho. No demonizarlo. Como tantas herramientas de gestión, no es buena ni mala en sí misma. Es el uso que se haga de ella lo que marca la diferencia. El liderazgo exige ser capaz de negociar, pero también de cerrar. Y cerrar, a veces, implica marcar una línea y no moverse.
Decía Aristóteles que el valor es el justo medio entre la temeridad y la cobardía. Lo mismo podría decirse del ultimátum: se sitúa entre la amenaza vacía y el despotismo. Sin embargo, usado con criterio, es una herramienta de integridad y respeto.