Andreii Ilnitsky nació hace doce años en Ivano-Frankivsk, una ciudad de Ucrania occidental. Sus padres lo dejaron con sus abuelos y nunca regresaron. Siendo muy pequeño, le diagnosticaron una insuficiencia renal y a los cuatro años lo ingresaron en el hospital infantil Okhmatdyt de Kiyv, el más importante del país, donde ha permanecido hasta hace pocos días.
Visité a Andreii a mediados de julio con dos voluntarios de la iglesia baptista Aposento Alto que iban a verlo todas las semanas. Estaba con su amigo Illya, enfermo también del riñón. Salimos a pasear. Hablaban entre ellos. Ignoraban a los adultos y, aún más, a los extraños. Pasamos frente al antiguo edificio de toxicología, que un misil ruso había destruido un año antes.
Tres veces por semana, Andreii recibía allí su tratamiento de diálisis. Estaba conectado a la máquina que le limpiaba la sangre la mañana que el proyectil entró por el tejado. Sobrevivió con muchos cortes en la piel, heridas físicas que sanaron al cabo de unas semanas. El trauma psicológico de la guerra y la orfandad, sin embargo, nadie se lo ha curado todavía.
Los niños son la imagen más elocuente del padecimiento que causan las guerras. Verlos desnutridos, como ahora en Gaza, pueden cambiar el curso de un conflicto. Hace diez años, la canciller de Alemania Angela Merkel abrió las puertas del país a más de un millón de refugiados sirios al ver la foto de un niño kurdo ahogado en una playa turca.
Las imágenes de las mujeres y niños ucranianos huyendo de la invasión rusa en febrero del 2022 facilitó que fueran acogidos en Polonia y otros países europeos. De los, aproximadamente, cinco millones de refugiados ucranianos en Europa, casi uno y medio son niños.
El drama de los que se han quedado en Ucrania, sin embargo, apenas aflora en los medios de comunicación de masas y tiene su importancia, no solo por el dolor humano, sino por la significación política.
La guerra enfrenta a dos países en los que, desde hace décadas, mueren más personas de las que nacen. Las profundas crisis demográficas que afectan a Rusia y Ucrania son una de las causas del conflicto y éste no hace más que agravarlas.
La caída del muro de Berlín y el colapso de la URSS desplomaron la natalidad en Rusia y toda la Europa excomunista. Ucrania perdió diez millones de habitantes después de proclamar la independencia en 1991 y ha vuelto a perder diez millones más en los últimos cuatro años de guerra. La población no llega hoy a los 38 millones de habitantes, unos treinta si descontamos los territorios en poder ruso.
A Ucrania se le escapa el tren del futuro porque sin población no hay nación ni crecimiento, y lo mismo le pasa a Rusia. La tasa de natalidad ha caído al nivel más bajo en 200 años, un declive demográfico que ahonda el trauma por el imperio extinguido.
La pérdida de población en Rusia ayuda a explicar el expansionismo territorial de Putin
La guerra expansionista del Kremlin en Ucrania, por lo tanto, está íntimamente ligada al empeño del presidente Vladímir Putin por revertir la pérdida de población y grandeza.
Rusia, el país más extenso del mundo pero con solo 140 millones de habitantes, ha secuestrado a unos 35.000 niños ucranianos en los territorios ocupados y los he entregado a familias rusas.
Robar años de vida a Ucrania, además de un crimen contra la humanidad, es una de las perversidades ocultas de esta guerra existencial para los dos bandos.
Andreii no necesita hablar para explicar porqué representa el más incierto de los mañanas. Comparte orfandad con otros 100.000 niños ucranianos. Sus padres los abandonan por incapacidad y falta de recursos, porque no tienen salud ni física ni mental para criarlos. Sucede lo mismo con los huérfanos rusos, entre 400.000 y un millón, según las fuentes.
La esperanza de vida de sus padres es la más baja de Europa. Los hombres mueren antes de los 68 años y pocas mujeres viven más de 75. El alcohol, el tabaco, la mala alimentación, el trabajo en zonas contaminadas y los accidentes de tráfico se los llevan antes de hora.
El hospital ha sido el hogar de Andreii durante ocho años. Lo han cuidado las madres de los otros niños enfermos, pero nadie lo ha querido adoptar. ¿Quién puede ganarse la confianza y querer a un niño como él? Nadie le ha enseñado a leer y escribir, a sumar y restar. Se encoge de hombros cuando los voluntarios evangelistas le dicen si quiere esto o aquello. Se acaricia los brazos deformados por la diálisis. Mira por la ventana. El sol aún está alto. Una enfermera le ajusta la faja y bajamos al jardín.
Tres semanas antes de nuestro encuentro, Andreii había recibido un riñón. La operación fue bien y ahora él camina con cuidado. La faja le protege las lumbares. No quiere que le den el alta, cambiar el hospital por el orfanato. Allí no conoce a nadie. Tiene miedo de que le peguen. Ha oído historias de palizas y abusos sexuales. Muchas son ciertas.
Miles de perros y gatos rescatados del frente han encontrado un nuevo hogar
“Cada vida es importante”, me había dicho unos días antes Ekaterina Kusmarova, implicada en un proyecto que cura a soldados heridos con caballos también heridos cerca de Kharkiv. “Se ayudan mutuamente y da muy buenos resultados”.

Natalia Bobyn, administradora del Patron Pet Center, con ‘Zara’ , una perra de tres años que perdió una pata en un bombardeo
“Cada vida es valiosa”, me dijo Natalia Bobyn, administradora de un refugio para animales rescatados del frente. Por las instalaciones del Patron Pet Center, en el antiguo recinto ferial de Kyiv, han pasado cientos de perros y gatos. Más de un millar han sido adoptados en Ucrania y otro millar fuera. “Todos somos criaturas de Dios”, me dice cuando le pregunto por el sentido de adoptar una mascota en plena guerra.
Después de curarlos y calmarlos, de castrarlos y desparasitarlos, los animales pasan por el estudio fotográfico.
“Colgamos las fotos en Instagram –explica Bobyn–. Ayuda mucho a que encuentren una familia”. No faltan voluntarios para sacarlos a pasear mientras permanecen en el centro.
Le pregunto a Bobyn porqué cree que la adopción de mascotas tiene tanto éxito y me responde que “las personas son crueles y los animales, no”.
Raidel Arbelay, cuidador de Andreii hasta hace poco, me entrega la foto que ilustra este reportaje. “Se la hicimos para mostrar a las familias que creíamos que podrían adoptarlo. Costó que sonriera un poco”.
Hace unos días, durante un bombardeo ruso, a Illya le trasplantaron el riñón de una niña que había fallecido en el mismo hospital. Todo fue bien y pronto se irá a casa.
Andreii lo echará de menos, pero no desde el hospital, sino desde un orfanato en Volyn, en el rincón nordeste de Ucrania. El Estado se hará cargo de él hasta que cumpla 16 años. Luego, nadie sabe.
Como tantos jóvenes soldados en el frente, Andreii da la sensación de estar más preparado para la muerte que para la vida.
Al menos 17 muertos por un ataque ruso en un centro penitenciario en Zaporiyia
El Ministerio de Justicia ucraniano confirmó este martes que 17 reclusos ucranianos murieron y otras 42 resultaron heridos en un ataque ruso que alcanzó un centro penitenciario en la región de Zaporiyia del sureste de Ucrania. ”A consecuencia del ataque han muerto 17 personas de entre los condenados, y otros 42 han sufrido heridas. Los heridos graves han sido hospitalizados en clínicas del Ministerio de Salud”, señaló en un comunicado Justicia.
Según explica, Rusia empleó en el ataque cuatro bombas aéreas guiadas, explosivos de gran potencia dotados de sistemas de navegación propios, que permiten que sean lanzados desde aviones a decenas de kilómetros de distancia del objetivo.
“Este ataque demuestra de nuevo cómo las fuerzas armadas de la Federación Rusa violan flagrantemente la ley humanitaria internacional. Atacar infraestructuras civiles, y en particular un centro penitenciario, se considera un crimen de guerra”, remacha el Ministerio de Justicia.