El final del “sedevacantismo”

Solo ahora, en que el papa Francisco ha sido ya enterrado, parece procedente hablar de sucesión. Era mal gusto hacerlo con el pontífice de cuerpo presente. La valoración del pontificado daría para un artículo mayor, pero sí que es importante recordar que muchas de las críticas formuladas hacia el obispo de Roma durante estos años se han producido a través de cauces inadecuados. Cualquier católico tiene la posibilidad, recogida en el Código de Derecho Canónico, de hacer llegar a su obispo sus discrepancias con el obispo de Roma. Otra cosa es escribirlas en blogs, a menudo anónimamente, o comentarlas en pequeños círculos.

Es lo que ha sucedido a lo largo de estos doce años con un movimiento crítico, cuando no cínico, que consideraban que el pontífice argentino era un impostor. Se tenían a sí mismos como perfectos y, desde esa perfección, acusaban al papa Francisco de imperfecto. Primero lo hicieron en su fuero interno y, cuando quisieron hacer correr sus murmuraciones, se parapetaron en grupo. Envalentonarse así es más fácil. Es lo que se ha dado en llamar el “sedevacantismo”. Como siempre, paraban el reloj de la historia de la Iglesia en el momento que les parecía, normalmente vinculado a su infancia. ¿Por qué no hacerlo, ya puestos, en el concilio de Jerusalén o antes del de Trento?

El conopeo era inicialmente blanco, pero en 1204 pasó a ser roja y amarilla, como las armas de la corona de Aragón

Una cosa es discrepar y otra desautorizar. Su argumento era simplista. Para ellos, el verdadero papa era Benedicto, que llegó a negarse a que le instrumentalizaran para criticar a su sucesor en un libro. Consideraban que Francisco había alterado la esencia del cristianismo, conocido como depósito de la fe, y que en lugar de confirmar en ella a los cristianos, misión de los papas, les alejaba de la misma. Toda una afrenta al Espíritu Santo, como si la Iglesia no la gobernara Dios sino las personas. Son los que amenazan regularmente con dejar de poner la cruz a la Iglesia en la declaración de la renta. Como si un hijo dejara de querer a su progenitor por un castigo.

A todos ellos se les desmochaba la torre cuando se les preguntaba si cumplían con los mandamientos de la Iglesia. A todo decían que sí de manera desafiante hasta llegar al quinto: ayudar a la Iglesia en sus necesidades. Es ahí cuando se evidenciaba que no había una aportación porcentual de sus ingresos, sino una aportación fija, meramente residual en algunos casos. La parábola de la viuda en su ofrenda en el templo, que da lo que tiene frente al rico que da lo que le sobra, es elocuente. En el cristianismo, Dios deja siempre claro en el evangelio que, quien más tiene, más debe dar. Todo eso ha concluido con el fallecimiento del romano pontífice. Ahora sí que estamos en Sede Vacante.

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En este período, los cardenales gobiernan colegialmente la sede apostólica, presididos por el cardenal camarlengo, el irlandés Kevin Farrell, que es además jefe en funciones del estado de la Ciudad del Vaticano. No puede tomar decisiones más de ordinaria gestión, administrando la Santa Sede y la Ciudad del Vaticano hasta entregarla al nuevo papa. Para ello cuenta con el arzobispo sustituto de la secretaría de estado, el arzobispo secretario para las relaciones con los estados y la gobernadora del Vaticano, así como con el cardenal penitenciario, el cardenal limosnero y el cardenal decano. También los nuncios y los secretarios de dicasterios, así como el Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica y el Tribunal de la Rota Romana. Todos conservan su cargo en este interregno. En el decano delega un servicio esencial: celebrar el conclave.

Puestos a hablar de la verdadera Sede Vacante, hay que recordar que escudo de la Santa Sede durante ese período no es el del cardenal camarlengo, sino el conopeo, una especie de sombrilla que protege las llaves de san pedro. Es una reminiscencia de la tienda que protegía al emperador romano, que los papas adoptaron desde 1248 como tienda durante sus viajes y que desde 1521 es el símbolo del interregno. Guarda también relación con el palio con el que se accedía a los templos y con la sombrilla procesional con la que se protege al santísimo sacramento en las calles. Es una advertencia sobre su misión: proteger la sede de san Pedro y proveer su sucesor.

Como curiosidad, el conopeo era inicialmente blanco, pero en 1204 pasó a ser roja y amarilla, como las armas de la corona de Aragón. Los monjes benedictinos de Ripoll, en la Gesta comitum barchinonensium, sostienen que el papa Inocencio III se fijó en la enseña real de Pedro II de Aragón cuando fue a Roma para prestarle juramento de fidelidad como rey de Nápoles. Y esa fue de los Estados pontificios hasta que en 1824, cuando Carlos III había ya fijado la actual bandera de España, la pontificia fue sustituida por la blanca y amarilla del antiguo Estado Pontificio y el Vaticano actual. Otro guiño de la historia hacia el presente de la Iglesia, pero también hacia el futuro, sobre el peso de nuestro país y de los países que comparten su lengua con el futuro papa. No olvidemos que el español es la lengua del 48% de los católicos.

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