
Recuerdo que, años atrás, cuando un gran futbolista era fichado por otro club, los hinchas del equipo abandonado se rasgaban las vestiduras y se sentían engañados. Como cuando una novia te abandona porque se ha enamorado de otro y tú creías que te amaba de verdad. Se suponía que ese profesional del balón amaba al club, que sentía los colores de la camiseta, que de verdad era del Barça o del Madrid o del Espanyol. De pronto, abríamos los ojos. No era del equipo, sino que trabajaba para ese equipo y ahora se cambiaba de club como quien se cambia de abrigo.
En el ámbito laboral, ha cambiado algo para siempre. El sentido de pertenencia a la empresa, el compromiso, el vínculo emocional que el profesional desarrollaba hacia la empresa o marca para la que trabajaba. Cuando me licencié, aspirábamos a encontrar una organización donde desarrollarnos y hacer carrera; te unías profesional y también emocionalmente con la empresa. La sentías y la hacías tuya. Esto
ha ido menguando hasta desaparecer por
completo.
Según Randstad, más del 50% de los trabajadores de la generación Z y los millennials dejarían su empleo si este les impidiera disfrutar
de la vida. El trabajo ya no es una fuente central de identidad, sino un medio para alcanzar otros fines, como el bienestar personal o el modo de financiar proyectos propios. Los llamo mercenarios hedonistas.
Ni les culpemos ni entonemos ese cualquier tiempo pasado fue mejor. Las generaciones más jóvenes han crecido en un contexto de crisis económicas y sociales: vivienda, desigualdad, globalización y deslocalización, lo que ha desembocado en escepticismo. Es la llamada pérdida de confianza en las instituciones.
La cuestión no es ya cómo recuperar el compromiso de las personas. Olvídense. ¿Recuerdan aquello de departamento de personal? Evolucionó a recursos humanos y, luego, personas. Lo de personas está bien, denota que incluimos las inquietudes personales en las políticas laborales. Pero eso obliga a desempolvar las herramientas e indicadores de aquel otrora departamento de personal de los años ochenta. Las llamo patrones funcionales.
Porque desde luego que las empresas van a fomentar y respetar la vida personal de sus trabajadores. Pero, más que nunca, van a tener que asegurar la productividad, eficacia y eficiencia de estos. Así, el panorama laboral es este: mercenarios hedonistas trabajando para patrones funcionales.
Sin camiseta. Y sin colores.