

En su artículo del pasado domingo, John Carlin les proponía un juego a los lectores. Preguntaba sobre un tema polémico y aventuraba que, por la respuesta, sería capaz de adivinar su posición sobre otros asuntos e incluso su voto. Carlin no podía ser más clarividente. La ideología se vende hoy en packs, se ofrece un conjunto de posicionamientos para desenvolverse en un mundo enormemente complejo, cada vez más. Comprar un buen paquete ideológico, sin fisuras, tiene muchas ventajas. Te permite no caer en el desasosiego de la duda, que para incertidumbres ya tenemos bastante con echar un vistazo al mundo. Simplifica y favorece la identificación con un colectivo con el que compartir la misma visión de la vida, con lo confortable que eso resulta.
Por eso, la polarización es hoy la herramienta principal para el ejercicio de la política en España y en otros muchos países. Pero si en algún ámbito resulta desconcertante ese funcionamiento es en el judicial. Desde la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa se viene dirimiendo una batalla entre los dos sectores del poder judicial. Por más que los togados se quejen de la simplificación de los medios de comunicación cuando los clasifican en conservadores y progresistas, ellos mismos han acabado por adoptar esos roles. Mientras los partidos confrontan a diario, en la cúpula judicial se maquinan jugadas para truncar los propósitos de otros. El resultado es un constante enfrentamiento que se traduce en maniobras torticeras y dilaciones de casos.
Los progresistas están convencidos de que existe un poder conservador que ha copado la judicatura desde los tiempos de Federico Trillo, en los que el ministro del PP, con gran influencia en el mundo judicial, logró colocar a afines en puestos clave. Aseguran que el precario equilibrio pactado en la reciente composición del Consejo del Poder Judicial no ha desbloqueado ese tapón, ya que ese órgano sigue encallado a la hora de renovar las presidencias de las dos salas más poderosas del Supremo, la segunda, que resuelve los casos penales y, por tanto, juzga a los aforados, hasta hace poco dirigida por Manuel Marchena, y la tercera, de lo contencioso-administrativo, que se encarga de los recursos contra las decisiones del Gobierno. Los progresistas tratan de arrebatar el dominio conservador en esas instancias. Frente a ese escenario, los considerados conservadores relatan un inaceptable intento de usurpación e injerencia del Gobierno de Pedro Sánchez en la judicatura.
Casi todas las resoluciones judiciales que tienen un trasfondo político o ideológico están afectadas por esta colisión. Pero si hay un caso paradigmático es el de la amnistía a Carles Puigdemont, que el Supremo se resiste a aplicar ahora por varias vías: en primer lugar, en julio del año pasado el juez Pablo Llarena negó su aplicación al ex president al considerar que no puede incluirse en los supuestos de la ley el delito de malversación. Ello dio pie a los consiguientes recursos de Puigdemont, que aún espera una resolución definitiva del Supremo Aunque no existe un plazo para ello, el afectado lamenta que se está practicando una dilación innecesaria que le impide acudir al Constitucional. En segundo lugar, el Supremo recurrió la ley de amnistía al Constitucional, que aún no ha resuelto. El Gobierno y Puigdemont esperan que este tribunal les dé la razón, pero el Supremo, que no consideró necesario consultar mediante una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la UE antes de decidir no aplicar la amnistía, sí tiene previsto hacerlo si el Constitucional la avala, lo que provocaría un encontronazo colosal entre las dos instituciones.
Sería la primera vez que el Supremo acudiría a la justicia europea para tratar de enmendar una resolución del Constitucional o retrasar su aplicación. Bueno, quizá no sería la primera vez, puesto que es probable que se produzca una situación similar antes, a modo de test, con la sentencia de los ERE de Andalucía. En estos momentos la Audiencia de Sevilla plantea un pulso al TC al querer consultar a la instancia europea si lo resuelto por el Constitucional -y que favorecía a los implicados en aquel caso- se ajusta a derecho. Pero aquí los afectados están en libertad y no se les podría obligar a volver a prisión. Por tanto, las consecuencias prácticas serían menores. En el caso de Puigdemont, le impediría regresar.
Una vez más el relato está hecho por las dos partes. En el caso andaluz, quienes sostienen que el Gobierno controla al Constitucional y sus decisiones están mediatizadas por esa tendencia y los que alegan que se produjo un exceso inicial por afán de dañar la imagen del PSOE. Lo mismo ocurre con casi todas las resoluciones judiciales que tienen una lectura política. No digamos con las instrucciones que tienen que ver con el entorno del presidente del Gobierno o con las derivadas en la fiscalía del caso que afecta al novio de Isabel Díaz Ayuso.
Pero si el procés fue una prueba de fuego desde el principio para los jueces, en este tramo final va a alcanzar un grado aún mayor. El enfrentamiento entre el Supremo y el Constitucional con el tribunal europeo de por medio no es una cuestión menor. Y todas las piezas parecen estar preparándose para ese choque de trenes, por emplear el lenguaje que lamentablemente hizo fortuna durante el procés.