
Si la vida, como decía Oscar Wilde, imita al arte, el PP andaluz, y por extensión el estatal, emulan al PSOE del Antiguo Testamento, esa socialdemocracia caoba –como escribe Enric Juliana con ironía– que siempre vio las primarias (la elección de un líder, ya sea orgánico o electoral, mediante el voto directo de los militantes de un partido) como un experimento que limitaba las ventajas de la intermediación representativa y, por tanto, el poder del aparato y de sus fontaneros ante la libertad –en ocasiones convertida en libertinaje– de la tropa.
El miedo de los socialistas seniors ante la democracia directa tenía cierto fundamento: Pedro Sánchez, convertido en el único Norte de un PSOE que hace tiempo arribó a las orillas del populismo posmoderno, reconquistó Ferraz gracias a una elección sin filtros ni mediadores. Asamblearia. No tardaría mucho tiempo en empezar a descafeinar el sistema, sin derogarlo.
A las puertas de su congreso de julio, el PP vive también dentro del doble espejo que refleja por un lado la realidad y, por el otro, el arte. Dos universos separados pero no desvinculados. La decisión del partido en Madrid, controlado por Ayuso, de implantar un nuevo modelo de democracia directa –un militante, un voto– para elegir al líder del principal partido de la derecha no ha sentado demasiado bien en los pasillos de Génova. Hay motivos.
Era previsible que la presidenta de la autonomía madrileña marcase su territorio dentro de la organización, pero no que lo hiciera público antes del cónclave, cuya ponencia política –muy influenciada por Moreno Bonilla, el barón más cercano a Feijóo– se inclina, en cambio, por regresar a una democracia de intermediarios, ejercida a través de los delegados del congreso.

Moreno Bonilla e Isabel Díaz Ayuso
Entre otros motivos, para que no se repita el antecedente de 2018, cuando gracias a una convocatoria a doble vuelta los compromisarios enmendaron la candidatura designada por los militantes. Pablo Casado se convirtió así, merced a los pactos entre la élite conservadora, en el presidente del PP. Soraya Sáenz de Santamaría, la opción continuista, naufragó.
Este episodio, que colocó al frente de Génova a una dirección bisoña y, a la postre, estéril, evidencia que los criterios de las bases y sus representantes no sólo no coinciden, sino que son antagónicos. Igual que sucedió en el PSOE tras la defenestración de Pedro Sánchez.
Génova pretende evitar ahora que unas primarias directas cuestionen a la actual dirección política, surgida tras la caída de Casado y su enfrentamiento con Ayuso. Feijóo es partidario de reformar del sistema de elección por motivos obvios: va a ser candidato en las próximas elecciones y sus planes no contemplan someter su liderazgo a una votación abierta.

Fotografía de Oscar Wilde tomada por Napoleon Sarony
La presidenta de Madrid defiende lo contrario. La divergencia entre ambos no tiene que ver tanto con el presente (el político gallego es el único postulante), sino con el porvenir: el expresidente de la Xunta, tras no conseguir una mayoría suficiente en los últimos comicios, sabe que le queda sólo una oportunidad más para intentar el asalto a la Moncloa.
De ahogarse de nuevo en la orilla no habrá piedad: Ayuso se postulará de inmediato como su relevo natural y utilizará todo el apoyo mediático que le facilita controlar los fondos públicos de la autonomía madrileña para hacerse con el control absoluto de Génova, exactamente igual que forzó –sin demasiado esfuerzo– la decapitación política de Pablo Casado.
Moreno Bonilla es la única alternativa a este hipotético escenario, toda vez que gobierna en Andalucía –sin Vox– y mantiene un perfil algo más centrista que la lideresa madrileña. Al presidente de la Junta no le gustan las primarias. Piensa que limitan el cabildeo y que el poder institucional influya en la jerarquía del PP. Probablemente tampoco quiere cerrarse las puertas ante un salto a la política estatal, tras siete años de hegemonía en Andalucía.

El actual líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, y su predecesor, Pablo Casado
En esta posición palpitan intereses orgánicos y razones personales. Moreno Bonilla fue designado candidato del partido conservador en Andalucía –frente a José Luis Sanz, el actual alcalde de Sevilla, cuya candidatura fue decidida por Casado– gracias un dedazo de Rajoy vía Sáenz de Santamaría antes de la moción de censura que llevó a Sánchez a la Moncloa.
Que la exvicepresidenta del Gobierno fuera la opción por las bases del PP no impidió que los notables dijesen otra cosa. Los intereses de los militantes no eran los suyos. De haber liderado el PP Sáenz de Santamaría, el aparato del partido hubiera tenido que rendirse al deseo de su masa social, perdiendo así buena parte de su capacidad de acción interna.
Ayuso defiende la fórmula asamblearia para designar a los candidatos y dirigentes del PP porque es una gobernante populista, no demasiado alejada de los planteamientos de Vox, y partidaria de librar una guerra cultural contra los socialistas y los dirigentes del PP más tibios.

Cartel del 21 Congreso Nacional del PP
Moreno Bonilla encarna lo contrario: un político que ha elegido gobernar sin extremismos aunque el coste de tal decisión sea huir de las reformas institucionales e incumplir promesas electorales. La presidenta de Madrid causa inquietud, incluso rechazo, entre otros dirigentes conservadores, como quedó claro en la reunión de los presidentes autonómicos en Barcelona.
El factor Ayuso, sin duda, funciona electoralmente en Madrid, pero su exportación fuera del estrecho ámbito de la autonomía radicada en la capital de España no garantiza ni la pax orgánica ni el éxito electoral. Madrid es España, pero España no se reduce a Madrid.
Las opciones de futuro de Moreno Bonilla frente a Ayuso dependen, en grado superlativo, de que la posible sucesión de Feijóo –si el PP no llega a la Moncloa cuando termine la presente legislatura– se mantenga como un monopolio por parte de los conciliábulos orgánicos.
Exponerse a campo abierto es un riesgo real que horadaría, en caso de tener que competir con Ayuso por conseguir el voto directo de los militantes, la imagen del presidente andaluz, que en su congreso regional tampoco quiere arriesgarse a que tome cuerpo un sector crítico.
Su gran baza para llegar algún día a Génova es el control del partido en Andalucía, que tiene garantizado gracias al mando institucional, lo que le permite –como en su día hicieron los presidentes socialistas en Andalucía– dominar su organización merced a su condición de inquilino de San Telmo, señor del presupuesto y teólogo de los nombramientos en la Junta.
De los 3.264 compromisarios que acudirán al conclave de Madrid –84 natos y 2.630 electos– Andalucía controlará, gracias al número de afiliados (75%) y a los resultados electorales (25%), un cuerpo electoral de tamaño considerable. Moreno Bonilla dispone pues de un nutrido ejército propio, cuyo concurso es vital para establecer las mayorías decisivas.
Los participantes en el cónclave del PP de julio no están aún designados, pero una mera extrapolación de los datos del congreso de mediados de 2018 –cuando los compromisarios sumaban ochenta menos– permite imaginar el escenario de esta partida de ajedrez.
Antes de que Moreno Bonilla alcanzase el poder en Andalucía, con menos militantes y peores resultados electorales, el PP meridional designó a 475 representantes (el 18,2% del total), muchos más que Valencia (349; 13,4%), Galicia (279; 10,7%) o Castilla-León, (278;10,6 %). La delegación madrileña, que ahora dirige Ayuso, fue la quinta en tamaño (207; 7,9%).
El PP del Sur cuenta pues con más del doble de clérigos, cardenales y obispos en el Vaticano de Génova. Ayuso, igual que hizo Sánchez en el PSOE, apela a los militantes. Cree que algún día podrá ser Pietro Parolin; Moreno Bonilla, el Gran Laurel del Quirinale, aspira a ser Prevost. El Espíritu Santo, cuyos designios son imprevisibles, será quien decida este duelo.