Cuando Donald Trump afirmó en su discurso de toma de posesión del pasado 20 de enero que “desde este día, Estados Unidos será una nación libre, soberana e independiente”, muchos lo atribuyeron a la irreprimible tendencia a exagerar del primer mandatario ya desde los tiempos en que era un acomodado chico listo de Queens, hijo del temible Fred Trump. Porque, si Estados Unidos no es ni libre, ni soberano ni independiente, ¿quién demonios lo es en este ya avanzado siglo XXI?
Pero, ciertamente, su frenética agenda en estos primeros cien días de su segundo mandato no deja de ser coherente con ese mensaje tan apocalíptico, al margen de que la avalancha de órdenes ejecutivas haya pillado por sorpresa a propios y a extraños. Rara es la materia no abordada, desde la lucha a muerte contra toda lo que huela a diversidad, igualdad e inclusión hasta la vendetta contra distinguidas universidades y despachos de abogados que le fueron hostiles, en un contexto marcado por un Congreso silente y unos tribunales comprensiblemente vigilantes.

Restos de una gorra quemada del movimiento MAGA
Ninguna victoria contundente de Trump en aranceles, deportaciones o burocracia federal
Pero si se separa el grano de la paja, tres han sido las materias que han predominado sobre el resto: el carrusel de medidas relacionadas con los aranceles comerciales, las deportaciones de migrantes en situación irregular y los intentos de adelgazamiento del Gobierno federal, tanto en el ámbito institucional (eliminación de departamentos y agencias) como de personal (despidos masivos). Obviamente, es muy pronto para extraer conclusiones nítidas, pero en ninguna de las tres materias puede decirse que el presidente haya obtenido victorias contundentes; no hay quien se aclare en materia arancelaria –lo que ha merecido la rotunda respuesta de Wall Street–, los deportados son apenas la punta del iceberg y la proyectada reducción del sector público ha mostrado los límites de la motosierra del multimillonario Elon Musk, hoy en claro retroceso de su polémico y fugaz protagonismo público.
¿Y qué decir de la política exterior? Los conflictos en Ucrania y en Gaza están lejos de solucionarse y la única fuerza letal estadounidense que ha aplicado la presente Administración hasta la fecha ha sido contra los rebeldes hutíes de Yemen. Eso sí, las bravatas con relación a Groenlandia, Canadá y el canal de Panamá se suceden periódicamente, junto a una manifiesta hostilidad a todo lo que es y representa la Unión Europea.
Con todo, es oportuno preguntarse si el movimiento MAGA, el “Make America great again”, la fuerza que ha reemplazado al Partido Republicano tradicional y que ejerce como formación hegemónica en el poder ejecutivo y legislativo de los Estados Unidos, es un fenómeno pasajero o está destinado a permanecer y consolidarse.
Es evidente que no nace con un masivo apoyo electoral. En su tercer intento, Trump obtuvo en las elecciones del pasado noviembre una victoria raspada en el voto popular por primera vez y las mayorías del Partido Republicano en las dos cámaras del Congreso son muy exiguas. Tampoco parece que estos frenéticos cien días iniciales hayan aumentado su popularidad, más bien al contrario. Sin embargo, sería absurdo ignorar que el paraguas militar norteamericano sobre Europa toca a su fin tras 80 años de vigencia, que los excesos de las políticas identitarias han suscitado fuerte oposición en las clases medias y que el Partido Demócrata adolece de una evidente falta de liderazgo.
Obviamente, la independencia del poder judicial, la vigencia del Estado de derecho, la libertad de prensa o el mantenimiento de unos mínimos niveles de prestaciones sociales no son cuestiones que surjan o que desaparezcan de la noche a la mañana. Por supuesto, solo las urnas decidirán si el autoritarismo sigue avanzando en una de las democracias más antiguas y consolidadas del planeta, pero es evidente que el movimiento MAGA está demostrando una significativa resiliencia.