
Francia está políticamente bloqueada y con un riesgo creciente de precipitarse en una crisis financiera que afectaría a toda Europa. El ministro de Economía, Éric Lombard, evocó ayer por la mañana, en una entrevista radiofónica, la posibilidad de que, si no se contiene el déficit y la deuda, el Fondo Monetario Internacional (FMI) pudiera intervenir, una medida que el Gobierno quiere evitar a toda costa porque supondría una pérdida de soberanía, una bofetada al orgullo francés y el deber de aceptar una dura terapia de ajuste.
Horas después, el propio Lombard, ante la repercusión de sus palabras, se vio forzado a matizar su alarmismo y aseguró, que hoy por hoy, “la economía francesa es sólida y no está bajo amenaza de intervención ni del FMI ni del Banco Central Europeo (BCE) ni de ninguna organización internacional”.
La espectacular marcha atrás de Lombard delató el nerviosismo que impera en París. Un día después de que el primer ministro, François Bayrou, anunciara por sorpresa que presentaría una moción de confianza ante la Asamblea Nacional el 8 de septiembre, se acumulan las informaciones que apuntan a la caída casi segura del Gobierno. La aritmética es implacable. Toda la izquierda –su fracción más radical, los socialistas y los verdes– y la extrema derecha han dicho que votarán contra la confianza. Bayrou puede incluso ver cómo parte de la derecha gaullista, Los Republicanos (LR) –hoy en el Ejecutivo– se vuelve contra él, igual que los diputados de otros grupos menores que reúnen a independientes, regionalistas y representantes de los territorios de ultramar.
Bayrou deseaba una clarificación previa sobre la voluntad de aceptar la filosofía de austeridad del proyecto de presupuesto para el 2026. Con la moción de confianza, ha anticipado él mismo una crisis que se habría producido de todas maneras, pero a partir de octubre. Su predecesor, Michel Barnier, fue derribado también por los presupuestos, en diciembre pasado.
Algunos piensan que Bayrou ha escogido la fecha de su caída para hacerlo a su estilo, con un punto teatral y heroico, pasando a la historia como el gobernante que dijo la incómoda verdad al país y se inmoló desafiando el populismo y la demagogia de la oposición. Otros sospechan que el primer ministro, de 74 años, prefiere evitar el desgaste y conservar pólvora para el combate de las presidenciales del 2027, a las que podría presentarse.
El ministro de Economía evoca el peligro de intervención del FMI, pero luego rectifica sus palabras
Si Bayrou cae, el presidente de la República tiene dos alternativas: nombrar a otro primer ministro, que sería el séptimo desde el 2017, o disolver la Asamblea Nacional y convocar nuevas elecciones. Ninguna solución ofrece garantías de estabilidad. Más pronto que tarde, otro jefe del gobierno sufrirá el mismo destino que Barnier y Bayrou, pues no existe una mayoría para sostenerlo. Unos nuevos comicios podrían no aclarar nada. Macron afirmó hace poco a la revista Paris Match que prefería no disolver la Asamblea, como hizo en junio del año pasado. Su decisión probó ser muy negativa para el país, al empujarlo a la ingobernabilidad, pero el jefe de Estado nunca ha admitido que se equivocó. El país está en puertas de otro arriesgado salto al vacío.
El líder de La Francia Insumisa (LFI, izquierda radical), Jean-Luc Mélenchon, pidió la dimisión de Macron, por considerarlo el culpable del caos en que se hunde el país. La ultraderechista Marine Le Pen, que está inhabilitada a presentarse a elecciones debido a una condena por fraude al Parlamento Europeo, ha pedido nuevos comicios legislativos.
Se ha llegado a este punto crítico porque Bayrou, muy impopular según los sondeos, no ha logrado convencer sobre sus medidas de ahorro. Las que más oposición levantan son la eliminación de dos días festivos al año y la congelación de pensiones, prestaciones sociales y salarios de funcionarios. La izquierda le exige que, en lugar de estos sacrificios para la mayoría de la población, suba los impuestos a quienes más tienen.
La espiral de endeudamiento francés ha sido imparable desde hace más de cuarenta años, tanto con presidentes de izquierdas como conservadores. El gráfico que acompaña este artículo muestra, por ejemplo, cómo creció la deuda durante el mandato del derechista Nicolas Sarkozy. Con Macron la deuda ha vuelto a desbocarse. Él lo justifica por el rescate económico durante la pandemia. Pero el desfase con Alemania es clamoroso. Francia está ya pagando tipos de interés similares a Italia, cuya estabilidad política y rigor financiero bajo la ultraderechista primera ministra Giorgia Meloni impresionan al otro lado de los Alpes.
Lombard se sintió obligado a desdecirse sobre el peligro de intervención del FMI, un desmentido algo sorprendente porque el propio Bayrou ha dicho en varias ocasiones que Francia podría acabar como Grecia hace unos años. Se confía, no obstante en que, si las cosas se complican, el BCE, que dirige la francesa Christine Lagarde, comprará masivamente deuda francesa para que baje el tipo de interés.
Ni la designación de otro jefe de gobierno ni nuevas elecciones garantizan estabilidad política
En estas circunstancias despierta inquietud la convocatoria del movimiento Bloqueemos Todo para el 10 de septiembre, dos días después de la moción de confianza. No están nada claros los promotores de esta jornada de protesta nacional nacida en las redes sociales. La iniciativa presenta paralelismos con la revuelta de los chalecos amarillos , en el 2018 y 2019, que desencadenó graves disturbios durante largos meses y tuvo en jaque al Gobierno y a Macron. La izquierda radical se ha subido de manera entusiasta al carro porque Mélenchon no oculta desde hace años propósito desestabilizador, casi revolucionario. La extrema derecha ha preferido no asociarse a esta acción, cuyo impacto real es difícil de prever. Existe el temor de que los agitadores rusos en internet estén aprovechando la ocasión para amplificar la convocatoria con intenciones desestabilizadoras, una técnica habitual de la guerra híbrida contra tantas veces denunciada por Macron.
Es obvio que la crisis política y la precariedad financiera de Francia la debilita como actor internacional en el delicado momento geopolítico que se vive. Merma su credibilidad. La fragilidad de los gobiernos y la falta de consenso parlamentario tampoco favorecen la solución de viejos conflictos internos como la eterna reivindicación de autonomía de Córcega o el espinoso dossier independentista de la remota Nueva Caledonia.