
Desde enero del 2024, Emmanuel Macron ha nombrado a cuatro primeros ministros, y el último de ellos, Sébastien Lecornu, fue nuevamente designado cinco días después de presentar su dimisión. Francia va camino de la parálisis institucional tras la innecesaria convocatoria de elecciones legislativas anticipadas en el 2024.
La falta de tino del presidente francés ha acelerado una decadencia que, si bien generalizada, se muestra con mayor contundencia en Francia, tradicionalmente el mejor ejemplo de Estado cohesionado y consistente. Su “libertad, igualdad, fraternidad” había sustentado el sueño republicano y se había incrustado en las mentes occidentales como los grandes principios sobre los que articular una sociedad justa. Todo parece venirse abajo.
El proyecto europeo pasa por las próximas elecciones presidenciales francesas
El desastre va de la mano del deterioro de la fraternidad, que facilita la desigualdad y acabará por dar la bienvenida a la pérdida de libertad. Macron no es el problema, sino una más de las manifestaciones de un mal profundo que empieza a incubarse con una globalización tan acelerada como desregulada y que explosiona dramáticamente con la crisis del 2008. De ahí ese malestar social que se nutre de la creciente desigualdad: los más rezagados asumen que jamás saldrán del agujero en que se van sumiendo, mientras la menguante clase media ve como los salarios ceden y los servicios públicos se deterioran. Además, la riqueza se concentra en unas pocas manos que, sin pudor alguno, hacen ostentación de la misma. Y, al igual que en España, el problema de fondo es el deterioro del empleo: hoy el trabajo no es garantía de vida decente.
Lo que se requiere es recomponer un contrato social hoy diezmado, pero sin una mínima fraternidad es sencillamente imposible. Lo vemos con el encendido debate acerca de la tasa Zucman, que propone gravar con un 2% los patrimonios superiores a los 100 millones de euros. Quienes la defienden argumentan que la recaudación permitiría equilibrar las cuentas públicas para que todo siga igual, aparcando las necesarias y sensatas reformas que necesita Francia. Por contra, sus detractores, entre los que destaca el multimillonario Bernard Arnault, argumentan que es un ataque que acabaría con la economía liberal, lo que demuestra que el dinero global, que se mueve alegremente de una a otra parte para multiplicarse y tributar lo menos posible, prefiere seguir alejado de la realidad.
Así se confirma que el proyecto europeo pasa por las próximas elecciones presidenciales francesas. En ese frágil equilibrio, amenazado por el ascenso de los extremismos, la victoria de los radicales en Francia o Alemania decantaría la balanza hacia los antieuropeístas. En fin, un embrollo monumental, pero nada novedoso: hace cerca de un siglo, Gramsci alertaba con su “el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. En eso estamos.