El resultado de las elecciones a la presidencia de Irlanda ofrece dos lecciones, una ya sabida y la otra no tanto. La primera es que la gente está harta del establishment político, ha perdido la fe en los partidos de toda la vida y quiere algo completamente diferente, aunque sea arriesgado. La segunda es que, si las fuerzas progresistas se unen y denuncian sin ambages los postulados de la derecha (o ultraderecha), son capaces de ganar, incluso con candidatos de izquierda radical.
Catherine Connolly, de 68 años, es la nueva presidenta de Irlanda con un mandato de siete años gracias al respaldo de un amplio bloque que va desde los socialdemócratas hasta el Sinn Féin (antiguo brazo político del IRA), aupada sobre todo por los jóvenes que se sienten ahogados (como en todas partes) por el incremento del coste de la vida y el precio de la vivienda, tanto de compra como de alquiler, y que solo ven un futuro próspero si emigran a Canadá o Australia, como sus antepasados.
La candidata Catherine Connolly votando en las elecciones presidenciales en la Escuela Nacional Claddagh de Galway, Irlanda,
Su triunfo sobre los candidatos del establishment (Heather Humphreys y Jim Gavin, del Fine Gael y el Fianna Fáil respectivamente, históricamente los dos partidos dominantes en Irlanda) no ha dejado lugar a dudas, con dos terceras partes de los sufragios a su favor. Su campaña se ha apoyado en el uso de las redes sociales, con vídeos que se han hecho virales, y un lenguaje rotundo a la hora de condenar el militarismo de Estados Unidos y la OTAN, el rearme de Alemania (que ha comparado con lo que hizo en los años treinta y sus nefastas consecuencias), intervenciones como la de Siria y la barbaridad de Gaza.
“Quiero una república de la que podamos estar orgullosos los irlandeses, en la que no se normalice el genocidio, ni la desigualdad, ni las listas de espera para operaciones en los hospitales, ni la discriminación, ni la gente sin techo”, dice Connolly. Una de sus posiciones más polémicas es que “Hamas forma parte del tejido del pueblo palestino”. Sus críticos de la derecha y el centro la han calificado de “radical, inflexible y dogmática”, comparándola con el exlíder laborista británico Jeremy Corbyn. Para ellos, puede poner en peligro las relaciones con los Estados Unidos de Trump y una UE que le baila el agua.
Ha ganado con el apoyo de los jóvenes enfadados por el coste de la vida y, sobre todo, la vivienda
La nueva presidenta, que sucede al respetado Michael Higgins, habla perfectamente irlandés y afirma que “la reunificación de la isla es un desenlace obvio”. Empezó su carrera política en el Labour (centroizquierda) hasta que su propio partido le impidió que se presentara como diputada al Parlamento para defender los intereses de otro candidato, y entonces ganó un escaño como independiente. Psicóloga y abogada (ha ejercido ambas profesiones), fue alcaldesa de Galway, su ciudad. Pocos le daban oportunidades al comienzo de la campaña, pero todo cambió al obtener el respaldo del Sinn Féin, que no había presentado a nadie, y su potente y bien engrasada maquinaria.
Una de catorce hermanos, su madre murió cuando ella tenía nueve y su padre (carpintero y trabajador en los astilleros) tuvo que sacar adelante la familia. Está casada y tiene dos hijos. No es religiosa y, frente a los postulados cada vez más intransigentes y atávicos de parte de la derecha y su campaña contra el woke, defiende con fervor la legitimidad de que cada uno sea lo que quiera sin ser discriminado por ello.

En numerosos países europeos (entre ellos Gran Bretaña) el centroizquierda ha hecho suyos el lenguaje y las posiciones de la derecha y ultraderecha en cuestiones como la inmigración, y criticar a Trump se considera una imprudencia. No es que la izquierda unida nunca será vencida, como se decía antes, pero en Irlanda se ha visto que sí puede ganar.
