Donald Trump se jugaba en Alaska su presunto prestigio como negociador, como “dealmaker”. Forzó el encuentro convencido de que sus encantos personales bastarían para convencer a Vladimir Putin de aceptar un alto el fuego en Ucrania, por precario que este fuera. Pero tres horas de reunión no pudieron arrancar el más mínimo compromiso del presidente de Rusia en esta dirección. El resultado ha sido decepcionante para las expectativas del estadounidense.

Donald Trump y Vladimir Putin en el recinto en el que tuvieron lugar las conversaciones
En contraste, con su política de halagos, la alfombra roja a pie de avión, los pequeños aplausos hacia su persona, la calidez de los contactos ante las cámaras y, en definitiva, la indisimulada simpatía que siente hacia alguien a quien llama Vladimir, lo que hizo fue legitimar la estrategia imperialista de Rusia en Europa. Y rehabilitar a un personaje sobre el cual pesa una orden de detención de la Corte Penal Internacional por su manera de conducir la guerra en Ucrania.
La rueda de prensa final reveló el fracaso de la diplomacia americana. No hubo preguntas de los periodistas. De forma inusual a como se producen las intervenciones presidenciales, y como última muestra de cortesía hacia el ruso, un Trump al que no le quedaban ya fuerzas para sonreír cedió la primera palabra a Putin.

John Bolton, que fue consejero de seguridad nacional en el primer mandato del estadounidense, ha contado que Trump prefiere los cara a cara y no se prepara las reuniones. Se siente incómodo con los asesores presidenciales e incluso recela de las transcripciones de los intérpretes. En lo que debe ser un reflejo de su manera de hacer negocios, lo que se habla en privado no debe airearse. Sin embargo, en Alaska se incorporaron a la reunión Steve Witkoff, enviado presidencial para grandes conflictos y amigo del presidente, y Marco Rubio, secretario de Estado. Fue un cambio de última hora que delataba el nerviosismo de la administración hacia una reunión que había sido organizada con mucha rapidez y de la que parecían no tener muy claro cómo se iba a desarrollar.
El fiasco de Alaska obliga a la Casa Blanca a reflexionar sobre la manera como el presidente Trump conduce las relaciones internacionales. Su volatilidad en la toma de decisiones, las abundantes contradicciones en las declaraciones y su desprecio hacia el pensamiento especializado que sustenta la diplomacia no funcionan en un mundo tan complejo. La comparación más benévola de lo que ha pasado en Anchorage es la reunión que mantuvo con el norcoreano Kim Jong Un en 2019 para hablar del futuro de su arsenal nuclear: “Mucha fanfarria, poca sustancia”.
La primera potencia se revela incapaz de forzar un alto el fuego en Ucrania, por precario que fuera
Rusia se ha apuntado un tanto importante en su proyección exterior. El encuentro le ha permitido a Vladimir Putin insistir en “las causas profundas” de la guerra de Ucrania: la malignidad de Volodimir Zelenski, la estupidez de Joe Biden sin el cual no se habría producido la guerra, la incomprensión europea hacia sus necesidades de seguridad, y su obsesiva voluntad de anular la independencia de Ucrania. Putin se va de Alaska, además, sin coste alguno para su falta de compromiso. Sin rastro de las sanciones económicas con las que le amenazó Trump a su país (con el que los intercambios comerciales son mínimos) y a China, el primer cliente de sus hidrocarburos. Putin acabó su intervención con un irónico “Next in Moscou”, en relación a una posible segunda reunión en la capital rusa, que un Trump agotado tardó en captar.
Para Ucrania como para Europa, el fracaso de la cumbre supone un alivio momentáneo. No ha habido intercambios territoriales a espaldas del país atacado, no se ha hablado del futuro de las fronteras en Europa -al menos, que haya trascendido. No estamos en el peor de los escenarios. Pero ha quedado explícita la voluntad de Rusia de continuar con esta guerra mortífera, así como la debilidad de una Europa a la que le cuesta forzar su interlocución en las negociaciones. Y esa advertencia de Trump a Volodimir Zelenski, nada amistosa, para que vaya el lunes a Washington y acepte un acuerdo.
Para el mundo, la reunión deja un mal sabor de boca. Un alto el fuego no es la paz, es un parche que se usa cuando las partes se ven incapaces de alcanzar la paz. En los años 90, en la guerra de Bosnia se firmaron decenas de altos el fuego, algunos de los cuales ni siquiera duraban horas. El mundo de hoy es todavía más violento que el de los 90. Y la potencia con mayor capacidad y tecnología militar se muestra impotente para imponer siquiera un precario alto el fuego.
Alaska no ha sido Yalta, pero nos devuelve a un mundo de grandes potencias y pequeñas naciones
Alaska, afortunadamente, no ha sido Yalta, pero nos acerca un poquito más a algo parecido a la Europa de 1945. Deshace parte del camino andado para crear un orden internacional seguro en el que las pequeñas naciones no tuvieran que estar pendientes de la voracidad de las grandes.
Las grandes potencias no han decidido sobre el futuro de las pequeñas, pero los gestos y la retórica exhibida en Alaska apuntan en esa dirección. Están los grandes y los pequeños. Putin pensará, con más razón ahora, que su misión es recuperar la gran Rusia a partir de los retazos de tierra que piensa que le fueron robados. Y Trump podrá seguir imaginando un imperio americano más fuerte y más extenso con la incorporación de Noruega, Panamá o Canadá. Aunque para ello, primero deberá recuperarse de este rotundo fracaso.