El escritor Artem Chapeye siente un amor melancólico por casi todo lo que sus conocidos odian de Ucrania, lo pobre y descuidado, lo que se esconde porque avergüenza aunque sea lo más auténtico, lo único sincero. Al tiempo que ama lo cutre, desprecia el horterismo sobrevenido, la ostentación de mal gusto, tanto de los que exhiben sus coches de lujo como de los que alardean de un patriotismo que no sienten. “Los verdaderos sentimientos no necesitan amplificadores, ¿no te parece?”.
Paseamos por el parque de Babi Yar en Kyiv, un antiguo barranco donde los nazis ejecutaron a más de 100.000 personas, sobre todo judías, durante la Segunda Guerra Mundial. Los árboles inmensos y el verde intenso cubren la memoria, pero los monumentos se empeñan en recordar. La belleza es un analgésico y Chapeye es un adicto a los paseos por Babi Yar. Ahora que se ha quedado sin dinero para seguir pagando al psiquiatra, le queda el bosque para superar el dolor que la guerra le ha causado.

El escritor Artem Chapeye se presentó voluntario el primer día de la guerra y ahora no puede licenciarse
Su desequilibrio personal es el que las guerras causan en todas las sociedades al no poder unir la vida civil y militar. El conflicto las separa y en esta distancia germina un trauma que se arrastra durante generaciones. Estados Unidos lo sufrió en Vietnam de la misma manera que Ucrania lo sufre hoy. La guerra contra Rusia es su Vietnam, pero no porque vaya a perderla sino por los que han luchado nunca serán recompensados.
Casado y con dos hijos, Chapeye se presentó voluntario el mismo 24 de febrero del 2022, día de la invasión rusa. “No sé cómo, pero calculé que tenía un 10% de posibilidades de morir y no me lo pensé”. Miles de ucranianos hicieron lo mismo y formaron un ejército de civiles que detuvo el avance enemigo.
“Para luchar –explica– has de ser un optimista y, sobre todo, no sentirte víctima. Yo he luchado para no sentirme víctima”.
Bajo el peso de las atrocidades vividas y causadas, hoy se siente más víctima que al principio de la guerra. Ha superado condiciones extremas en las que “no puedes mantener la racionalidad” y ha sido a costa de una salud mental que no sabe si recuperará. “La angustia no te la quitas. Vive contigo”.
“Deberían luchar los parásitos que, por tener dinero, viven de mi sangre”, dice el escritor y soldado Chapeye
La resistencia patriótica ucraniana sacó fuerzas de la tradición y la leyenda. Defender la tierra era la misión más importante de cualquier hombre y el máximo de los honores. Chapeye aún lo cree, pero ya no quiere luchar y lamenta que el ejército no le permita licenciarse con honores, ni seguir pagándole la asistencia médica que requiere el estrés postraumático que sufre.
“He cumplido con mi país -dice- y ahora tengo la sensación de que mi país no cumple conmigo. Tres años de servicio son suficientes. Ahora deberían luchar otros, sobre todo los parásitos, los que tienen dinero para falsificar documentos y sobornar a funcionarios, médicos y militares para no alistarse. Viven, literalmente, de mi sangre y la de mis compañeros en el frente”.
Las guerras las libran los pobres y la de Ucrania no es diferente. La gran mayoría del millón de hombres alistados no son ricos y esta desigualdad se apoya sobre otra mucho más profunda. “Los que están en el frente odian a los que están en la retaguardia –asegura Chapeye– y ahora que he conseguido un destino en Kyiv escribiendo propaganda en las redes sociales entiendo que mis antiguos compañeros me odien”.
Unos días después, en el frente de Sumy, a pocos kilómetros de las líneas rusas, el soldado Bogdan Bezpyatko, no odiaba a Artem Chapeye. Escuchaba su historia y la entendía muy bien: “A los ucranianos que no sirven en las fuerzas armadas tampoco los considero ucranianos”.
Bogdan Bezpyatko también se alistó el primer día. Lo hizo con su hermano mayor, Oleg. Tenían un negocio de alquiler de camiones y furgonetas. Llevaron parte de la flota a las líneas del Donbass y ahí siguen, tres años y medio después.
“Hasta que no acabe la guerra no entenderemos lo que hemos hecho”, afirma el soldado Bogdan
Bogdan no es escritor y no escarba en su psique. No hacerse preguntas le ayuda a sobrevivir. “¿Cómo se puede explicar lo que no puede entenderse? ¿Por qué él y no yo?”
En octubre del 2022, ocho meses después de alistarse, Oleg pisó una mina en el frente de Jersón. “Éramos cuatro y patrullábamos el perímetro. Había pasado cinco o seis veces por allí, la última pocos segundos antes de que él pisara la mina. Iba unos 50 metros por delante suyo cuando oí la explosión. Le amputaron la pierna por debajo de la rodilla. Cuando se recuperó, solicitó volver a su unidad. Hoy lucha con una prótesis”.
Kyiv no está preparado para los mutilados. Ucrania menos. Hay 50.000 y las barreras arquitectónicas y emocionales son muy altas para todos ellos. Bogdan y Artem las ven desde el otro lado, el lado de la batalla, donde la solidaridad se las ve con la incomprensión.
Hace un año, la unidad de Bogdan participó en la ofensiva de Kursk. El ejército ucraniano cogió por sorpresa al enemigo y ocupó este oblast ruso. Los rusos contraatacaron la pasada primavera y casi llegaron la centro de Sumy. Hoy están a una quincena de kilómetros. “El frente es elástico –explica Bogdan-. Cambia casi cada día.” La guerra, con sus amplios espacios de tiempo vacío, impone la rutina y también el tedio y la frustración. “Nadie sabe cuándo acabará. Estamos hartos, pero aguantamos. Cuesta explicarlo. En casa no lo entienden”.
En casa hay padres y hermanos. Las novias hace tiempo que dejaron de serlo. Huyeron primero a Kiv, luego a Lviv y después a Polonia. “Decían que entendían, pero no era verdad. Tampoco nosotros lo entendemos. Me temo que hasta que no acabe la guerra y empiece algo nuevo no comprenderemos lo que hemos hecho”.
El origen político del conflicto pierde importancia con cada combate. Bogdan admite que el miedo y el cansancio, el fuego constante y las bajas de los que hubieran dado su vida por él, le impiden pensar en el porqué. “La guerra no nos hace mejores, pero nos muestra quién es tu amigo de verdad, esto es mucho”.
Los otros, los que siendo ucranianos como él, ni luchan ni son amigos, “no son normales” y “no sé cómo tratarlos”.

Irina Nikopol teje una red de camuflaje en un taller con decenas de voluntarias cerca de Kyiv
Lejos de allí, en Vyshgorod, las novias, las madres, hermanas y abuelas de Bogdan, Oleg, Artem y todos los soldados tejen las redes de camuflaje que deben protegerles la vida. Se hacen llamar arañas y han tejido 1.723 redes, así como 4.747 mallas para camuflar los cascos. El efecto hierba seca lo obtienen deshilachando sacos de café. Los de hierba húmeda, con retales verdes, del más claro al más oscuro.
Las arañas y los hombres que las acompañan tejen algo más que redes, recosen una sociedad desgarrada por la envergadura de la guerra. Son el punto de unión entre la realidad civil y la militar.
“Protegemos a nuestros chicos y nos apoyamos entre nosotras”, explica Iria Nikopol. “Pocas semanas después de la invasión –añade– dejé mi casa y mi pueblo a cuatro kilómetros del frente, me divorcié y me vine aquí, donde he vuelto a vivir”.
Artem Chapeye estaría cómodo con las arañas , cantando mientras tejen a mano, con herramientas que ellas mismas han fabricado. Estaría feliz con las canciones melancólicas y románticas como En el jardín de los cerezos , que ellas cantan en un susurro, como si fuera la nana que todas necesitan para soñar con las leyendas que deben levantar el mañana.