La maldición de Amalec

En la tradición religiosa judía, Amalec representa el mal absoluto. La Biblia hebrea y el Antiguo Testamento pre­sentan al rey de los amalecitas –tribu que, según las escrituras, hostigó a los israelíes durante su éxodo de Egipto– como el enemigo por antonomasia del pueblo de Israel, al que la propia divinidad alienta a combatir hasta borrar de la faz de la Tierra. Hay quienes han interpretado esta figura como una metáfora del mal, del alejamiento de Dios. Pero históricamente ha sido utilizada para designar a los enemigos materiales del pueblo judío. “Recordad lo que Amalec os hizo” es una exhortación recurrente, que figura, por ejemplo, en el Memorial del Holocausto Yad Vashem, en Jerusalén.

El primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu –muy inclinado a las evocaciones bíblicas–, describió tiempo atrás la guerra de Gaza contra la milicia islamista de Hamas como un episodio más de la legendaria lucha contra Amalec. La alusión suscitó un escándalo fuera de Israel, donde se asimiló a un intento de justificar el genocidio contra el pueblo palestino.

La guerra de Gaza y la acción en Cisjordania buscan quedarse la tierra e impedir un Estado palestino

El peligro de invocar los textos sagrados está en su literalidad. Sobre ,cuando la divinidad se presenta en su forma más violenta, cruel y vengativa. Baste un fragmento del Libro de Samuel (1 Samuel 15): “Samuel dijo a Saúl: El Señor me ha enviado a ti, para ungirte rey sobre su pueblo Israel. Escucha las palabras del Señor. 2 Así dice el Señor del universo: Voy a pedir cuentas a Amalec de lo que hizo a Israel, cerrándole el camino, cuando subía de Egipto. 3 Ve ahora y bate a Amalec. Entregaréis al anatema todo cuanto tiene, sin perdonarlo. Darás muerte a hombres y mujeres, a muchachos, niños de pecho, a vacas y ovejas, a camellos y asnos”. Según el relato bíblico, Saúl exterminó sin piedad a todo el pueblo de Amalec, pero perdonó a su líder, Agag, y a algunos animales, lo que le valió el castigo de Dios y la pérdida de su cetro de rey.

Viendo la barbarie con que el Israel de hoy está vengando el ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre del 2023 –que se saldó con 1.200 muertos y más de 250 secuestrados, algunos de ellos todavía en manos de sus captores–, se diría empeñado en reproducir a rajatabla las atrocidades bíblicas. Acaso el mito de Amalec esconda en el fondo una maldición: la de convertir a las víctimas en verdugos.

Israeli Prime Minister Benjamin Netanyahu speaks during a press conference, in Jerusalem, May 21, 2025. REUTERS/Ronen Zvulun/Pool

Beniamin Netanyahu en una conferencia de prensa el 21 de mayo pasado

Ronen Zvulun / Reuters

Tras 600 días de guerra, la ofensiva militar israelí en Gaza ha matado a más de 54.000 palestinos –la mayoría civiles, con miles de mujeres y niños entre las víctimas–, ha sometido a los gazatíes a un bloqueo que amenaza con causar una hambruna pavorosa y ha arrasado más de la mitad del enclave. Asediados por las bombas del ejército israelí, forzados una y otra vez a desalojar sus hogares y sus improvisados asentamientos, privados de ayuda humanitaria, los palestinos están viviendo un infierno sin que nadie mueva un dedo, y menos que nadie EE.UU. y Europa.

Lastrada en gran medida por las culpas de Alemania y sus aliados bajo el nazismo, la UE apenas ha alzado la voz. Solo en los últimos días el canciller Friedrich Merz –y, a rebufo, la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen– ha empezado a criticar a Israel. Canadá, Francia y el Reino Unido han instado al Gobierno de Netanyahu a detener la ofensiva militar, bajo amenaza de tomar “medidas concretas”, y España ha propuesto la imposición de un embargo de armas y de sanciones. Pero, hasta el momento, no ha habido nada tangible. La presión tampoco ha hecho mella en Netanyahu. Lejos de ahí, ha acusado a los europeos de complicidad con Hamas.

El premier israelí y sus socios ultraderechistas se dicen “horrorizados” –con razón– por el asesinato de dos miembros de la embajada israelí en Washington por un activista propalestino mientras asisten impávidos –si no regocijados– al baño de sangre que están perpetrando en Gaza. Reproduciendo los mecanismos que los propios judíos han sufrido históricamente, los extremistas israelíes se han dedicado a deshumanizar a los palestinos –“animales humanos”, los han llamado– y a atribuirles una culpa universal que alcanza a la nación entera, sin distinguir entre combatientes o civiles, hombres o mujeres, adultos o niños. “Es una lucha de la civilización contra la barbarie”, ha dicho Netanyahu. Pero lo cierto es que la civilización, aquí, no se ve por ningún lado.

El Estado judío ha sido formalmente acusado ante la Corte Penal Internacional de genocidio, y sobre Netanyahu recae una orden de arresto internacional. Dónde empieza y acaba el delito de genocidio es algo que los tribunales terminarán dirimiendo. Pero es indudable que el Gobierno israelí está embarcado en una política de exterminio cuyo objetivo es empujar a los palestinos al éxodo.

La destrucción programada de Gaza y lo que está sucediendo en Cisjordania –extensión de nuevos asentamientos, hostigamiento violento contra los palestinos, desplazamientos forzados de población– responden a un programa deliberado de limpieza étnica. El fin último es arrebatar definitivamente a los palestinos el único territorio que les queda y enterrar toda esperanza de un Estado palestino. Israel quiere quedarse con todo, con una tierra que consideran –lo ha dicho Netanyahu– que les “pertenece desde hace 3.500 años”. No es algo nuevo. En los años treinta y cuarenta, algunos sectores del movimiento sionista ya rechazaban la solución de dos estados –finalmente decidida por la ONU en 1947–, consideraban que la permanencia de los árabes nativos en Palestina suponía un obstáculo para la construcción del nuevo Israel y proponían abiertamente su “transferencia” a los países árabes vecinos. No cuajó ningún plan concreto al respecto, pero desde entonces esa idea ha poblado los sueños de la derecha ultranacionalista israelí. Y ahora ­creen haber visto la ocasión de aplicarla.

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