

La ligereza con la que los dirigentes del Partido Popular y Vox se han lanzado a hablar en los últimos días de expulsiones de inmigrantes contrasta con las dificultades que la realidad impone para llevarlas a cabo. La principal de esas trabas: la limitada operatividad de los acuerdos de readmisión con los países de origen, que cada vez ponen más impedimentos para ello. Para prueba, la serie histórica. Hace una década, España repatrió de manera forzosa a 11.817 personas –ya fuesen expulsiones o devoluciones–. El pasado año, según datos del Ministerio del Interior, fueron 3.286 inmigrantes. Casi cuatro veces menos.
El punto de inflexión estuvo en la pandemia. Países como Marruecos o Argelia decretaron restricciones en sus fronteras que, a día de hoy, siguen siendo utilizadas como excusa para aceptar, a cuentagotas, la vuelta de sus compatriotas expulsados de España. En otros países subsaharianos como Senegal o Gambia, donde las remesas de dinero que envían los ciudadanos emigrados a sus familiares supone en torno a un 5% del PIB, aceptar expulsiones es visto como una humillación. De ahí que las repatriaciones se realicen con total discreción. “El conocimiento de la nacionalidad [de la persona expulsada o devuelta] podría suponer un perjuicio, razonable y no hipotético, a las relaciones exteriores de España, comprometiendo la colaboración de los estados de origen”, reconoce el departamento que dirige Fernando Grande-Marlaska en una respuesta parlamentaria escrita.
Una de cada tres repatriaciones se realizó desde un CIE; en el 2024 volvieron a marcar mínimos
De las 3.286 repatriaciones ejecutadas el pasado año, 2.923 correspondieron a expulsiones (por estancia irregular, por haber sido condenado o por seguridad ciudadana), mientras que 363, la cifra más baja de la serie histórica, fueron devoluciones (por entrada irregular en patera, principalmente). Por vía marítima accedieron al país el año pasado 61.323, principalmente por la ruta canaria.
No es solo la política de readmisión de los países de origen la causa que explica la dificultad para materializar las repatriaciones. Como reconoce Interior, la legislación vigente exige el cumplimento de procedimientos “estrictos y reglados” para hacer efectivas las órdenes de expulsión: problemas para documentar la nacionalidad, solicitudes de protección internacional que, por imperativo legal, conllevan la suspensión de la ejecución, la localización del extranjero, la interposición de recursos o la falta de autorización judicial en casos en los que el inmigrante cuenta con causas penales pendientes. Ayer, sin ir más lejos, el líder de la ultraderecha, Santiago Abascal, señaló que el presunto autor del reciente crimen machista en Sevilla –colombiano, de 21 años– tenía “una orden de expulsión”. Lo cierto es que el expediente de expulsión por su situación irregular estaba suspendido por la apertura de un procedimiento penal contra él por un episodio previo de violencia de género. Es decir, no se puede materializar una repatriación sin rendir antes cuentas con los tribunales.
Una de cada tres repatriaciones forzosas en el 2024 se realizaron desde un centro de internamiento de extranjeros (CIE), según datos de Interior recogidos por el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), que ayer presentó un informe sobre este “fallido” modelo de privación de libertad. El año pasado pasaron por ellos 1.863 personas, consolidando la tendencia a la baja de los últimos quince años, siendo el de Madrid (593) y el de Barcelona (399) los que más personas tuvieron recluidas por orden judicial.
Sin embargo, solo el 55% de ellos fueron finalmente expulsados. Casi 800 extranjeros fueron puestos en libertad ante la imposibilidad de programar vuelos de vuelta o por el agotamiento del plazo máximo. La nacionalidad más común en los CIE, según el mismo informe, volvió a ser la marroquí.