Silicon Valley, el epicentro de la revolución tecnológica informacional desde los años sesenta del siglo pasado, se construyó culturalmente en torno a una cierta idea de la libertad. La libertad de crear e innovar a partir del conocimiento de unos jóvenes tecnólogos que desafiaron a las grandes corporaciones de la electrónica y las desplazaron del mercado y del poder. Los investigadores han mostrado la conexión directa entre las ideas de los campus estadounidenses durante el periodo de rebelión estudiantil en esa década y la ideología y la personalidad de los emprendedores que crearon, en oleadas sucesivas, las empresas que hoy dominan el mundo de la electrónica, la informática y la comunicación. Aunque no fueron activistas políticos, crecieron en el ambiente de contestación a la guerra del Vietnam y de la defensa de los derechos civiles.
Por eso la afirmación de su libertad cultural, tecnológica y empresarial fue el código cultural que subyace en la emergencia de Silicon Valley y de los otros grandes centros de innovación como Boston/Cambridge, Seattle, Los Ángeles o Austin. Es lo que denominó “cultura hacker” el filósofo finlandés Pekka Himanen, en un libro del 2001 que dio la vuelta al mundo. Una cultura en que el valor esencial era la excelencia tecnológica reconocida por sus pares, con independencia de la ganancia crematística. Por eso los creadores de los protocolos de internet (Vinton Cerf y Robert Kahn en 1973-1975) o el inventor del World Wide Web, Tim Berners-Lee en 1990-1993, distribuyeron gratuitamente en internet el código fuente de las tecnologías fundamentales que transformaron el procesamiento y comunicación de información.
La seguridad con la que actúa J.D. Vance proviene de que a sus 40 años no solo podría ser el sucesor de Trump, sino que representa el vínculo personal entre los tecnócratas y la presidencia
La perspectiva, ampliamente compartida en el origen, era que nadie podía apropiarse de la innovación, porque eso limitaría su difusión. Aunque todos los que quisieran hacer dinero eran libres de hacerlo siempre que no se apropiaran de los programas en códigos cerrados. No todos siguieron la regla, en particular Bill Gates o Steve Jobs, pero otros sí, como Steve Wozniak, el cerebro informático creador de Apple, aunque el instinto comercial de Jobs prevaleció en la estrategia de Apple. Pero, en su conjunto, la cultura compartida era iconoclasta con el poder establecido, tanto empresarial como político. Era una meritocracia confiada en asentar su poder por su importancia en la creación de la base tecnológica de un nuevo mundo.
Indefinición política
Su actitud política, en cambio, nunca fue muy definida. Hicieron donaciones por igual a los dos partidos para estar siempre bien con quien ganara. Y sus valores eran ecológicos, relativamente igualitarios en género y antixenófobos. Este último rasgo, que hoy día cobra una gran importancia, era casi obligado en una industria en que más de un tercio de ingenieros y ejecutivos eran chinos, indios, israelíes, rusos y de otras nacionalidades. Eso sí, se opusieron siempre a la sindicación de sus trabajadores para que sus demandas y conflictos no frenaran la innovación, clave de su estrategia. Eran contrarios a la regulación estatal por la misma razón. Dependieron al principio de los mercados públicos, sobre todo militares, pero siempre desconfiaron del gobierno, y en los noventa el mercado militar se redujo a menos de un tercio. Sin embargo, la original ideología libertaria fue cambiando conforme Silicon Valley se transformó. Las pequeñas empresas innovadoras se convirtieron en grandes empresas que constituyeron un oligopolio cada vez más concentrado. Que absorbió cualquier empresa innovadora que pudiera representar una amenaza en el futuro. En particular mediante su adquisición antes de que fueran demasiado valiosas. Tendencia que se acentuó cuando una nueva generación de empresas se constituyó en torno a los buscadores (Yahoo!, Google) y a las plataformas de redes sociales (Facebook y sus adquisiciones o derivadas, como WhatsApp o Instagram hasta constituir Meta). Microsoft compró lo esencial de la pionera empresa Nokia que dejó de ser pionera porque el iPhone les sorprendió: nunca volvieron a ser lo que eran. Por otro lado, surgió una competencia inesperada desde China, con Baidu (cuyo buscador fue desarrollado en 1996 por un ingeniero chino trabajando en Silicon Valley), Huawei, Tencent, y más recientemente TikTok, cuyo algoritmo está desbancando a Facebook.

Además, la geopolítica conllevó que se cerrara el gran mercado chino (una de las sociedades más digitalizadas) al tiempo que EE.UU. limitaba la presencia china en su propio mercado. Si añadimos las iniciativas europeas de regulación e imposición de ciertos límites, en particular fiscales, a las empresas estadounidenses, se entiende que las ínfulas libertarias de ignorar al gobierno se toparan con la realidad de los juegos de poder global y la necesidad de ampararse en el gobierno de EE.UU., sobre todo a partir del atentado contra Nueva York y el despliegue de un sistema de vigilancia electrónica que proporcionaba un nuevo mercado a las empresas tecnológicas. Mientras, desde el mundo político, se descubrió el papel fundamental de las redes sociales en la influencia política y en la estrategia de desinformación sobre la que se basan hoy los proyectos de poder. Así se produjo una convergencia de intereses entre la acumulación de datos de los usuarios con fines comerciales y el interés político de acceder a la extensa información que todos hemos ido depositando en las redes sociales.
La mafia PayPal
En ese contexto, en el que Silicon Valley perdió su inocencia política teniendo que asumir el poder que representa su capacidad tecnológica, irrumpieron en la escena de innovación competitiva nuevos tecnólogos emprendedores de una matriz distinta, lo que se ha dado en llamar la PayPal Mafia, porque se encontraron en la empresa de pagos por internet que incrementó rápidamente su valor de mercado y se vendió lucrativamente cuando varios de sus fundadores divergieron en sus intereses, tal y como se analiza en este Vanguardia Dossier. Dos de los innovadores clave, Elon Musk and Peter Thiel, provenían de una cultura muy distinta de los originarios de Silicon Valley: Sudáfrica y Namibia respectivamente, cuyas familias emigraron a Canadá y EE.UU. No eran activamente partidarios del apartheid (aunque la abuela de Musk sí lo fue), pero se situaban cerca de la cultura supremacista blanca y decididos a construir un nuevo foco de poder en EE.UU., acercándose al gobierno mediante su contribución tecnológica: Musk con Tesla y SpaceX (su gran negocio con la NASA), Peter Thiel en la ciberseguridad, a través de su empresa Palantir, contratista preferente del Pentágono. Decidieron tomar el control de las empresas de información política, en particular mediante la adquisición de Twitter, red clave en la comunicación política en el mundo.

Zuckerberg, Bezos, Pichai y Musk, en la ceremonia de inauguración de la presidencia de Trump.
Curiosamente, se posicionaron a favor de la libertad para poder penetrar en el oligopolio representado por las grandes empresas formadas en el Silicon Valley del cambio de milenio, en particular Google, Apple, Meta, Microsoft y Amazon. Para situarse en ese mundo no les bastaba su capacidad de innovación y el capital acumulado: necesitaban el apoyo del Estado. Las empresas originarias de Silicon Valley se habían ido escorando hacia los demócratas, en parte por las preferencias personales de sus principales dirigentes, como Zuckerberg, Bezos o Gates (aunque estuviese jubilado). De modo que los nuevos tecnócratas necesitaban un relevo político que apoyara su libertarismo. Algo para lo que no servía un desgastado Partido Republicano. Vieron la oportunidad en la inesperada irrupción de Trump que en su primera campaña se hizo con el control del Partido Republicano y construyó un movimiento nacional-populista en torno a su carisma. Por muy rico que fuera Trump, las donaciones de los tecnolibertarios representaron un salto cualitativo en términos de recursos. Más aún, la estrategia de Musk se centró en poder ofrecer un 60% de los satélites del mundo, así como poner a disposición del trumpismo la red de Twitter que, aún reducida, llegaba a todas partes. Comunicación digital es la clave actual del poder. Es más, esta nueva relación entre Silicon Valley y el gobierno, se produce en el momento de la gran eclosión de la llamada inteligencia artificial y el desarrollo de los LLMs (Large Language Models) en cuyo campo Musk toma posición inmediata cooperando con Microsoft en el financiamiento de OpenAI, aunque ahí perdió su apuesta porque Microsoft le ganó la partida, con la ayuda del verdadero innovador Sam Altman. Otros miembros de la mafia PayPal (Marc Andreesen, Peter Thiel) se centraron en inversiones de capital riesgo para controlar las nuevas innovaciones que fueran surgiendo, como así ha sido.
La importancia de Vance
Para consolidar su alianza con Trump Peter Thiel encontró un peón altamente prometedor: J.D. Vance que, tras su graduación en la facultad de Derecho de Yale, empezó a trabajar para él. Musk aparcó sus problemas con Thiel y apoyó la iniciativa. La seguridad con la que actúa Vance, dentro de la absoluta lealtad a Trump, proviene de que a sus 40 años no solo podría ser el sucesor (si rinde suficiente pleitesía) sino que representa el vínculo personal entre los tecnócratas y la presidencia. Curiosamente, en medio de la acumulación de poder en la industria y en la política, en torno a un pequeño grupo de tecnócratas y servidores del presidente, la cobertura ideológica es la afirmación de la libertad. Pero libertad al servicio de un valor superior: el destino manifiesto de la nación estadounidense, presentada como garante de la libertad en el ámbito mundial. Esa es la pirueta ideológica. El poder político-militar estadounidense y el poder tecnológico del nuevo Silicon Valley como defensa de la libertad según la definición de los tecnolibertarios. Los antiguos emprendedores de Silicon Valley son ahora reducidos al coro de alabanzas de quienes recogieron su cosecha empresarial y la transformaron en poder de Estado, como escenificó el desfile de los líderes de las principales empresas por la residencia de Trump en Florida para rendirle pleitesía y donarle millones para su inauguración. Una secuencia que bien hubiera podido formar parte de la nueva versión de El padrino.

Trump junto a su vicepresidente JD Vance
Esa ideología neolibertaria global se enfrenta explícitamente con China, el único adversario tecnológico que respetan y temen los tecnócratas (40% de los componentes de Tesla se fabrican en China). Pero va mucho más allá en su ambición. Se trata, en su enésima edición, de la “defensa de la civilización occidental” amenazada por un mundo mayoritariamente distinto en términos étnico-culturales. Aquí sí se observa una conexión implícita con el supremacismo blanco de estirpe sudafricana. Como indica la decisión de Trump de considerar refugiados políticos a todos los afrikáners y ofrecerles asilo en EE.UU. (algo que me duele cuando pienso en mis amigos afrikáners que se opusieron valientemente al apartheid). Esa veta de reconquista del poder blanco sin complejos está presente en la abierta campaña de Musk y Vance, para reforzar a la extrema derecha europea, en Alemania (AfD), en Inglaterra (Farage), en Italia (Meloni), en Hungría (Orbán), en España (Abascal), en América Latina (Milei, Bolsonaro, Bukele) y allí donde se tercie. Todo ello en nombre de la libertad, amenazada según ellos en Europa, no por Putin, sino por los intentos de contención al neofascismo. Y no se trata solo de saludos nazis o de palabras de desprecio a las democracias europeas o a los valores progresistas (rebautizados woke) sino de decenas de millones de dólares, de control de infraestructura tecnológica o de la orientación de la poderosa influencia política estadounidense.
Razones del cambio ideológico
¿Cómo ha podido producirse una mutación ideológica tan significativa en un centro neurálgico del poder tecnológico global? Hay varios factores concurrentes. La crisis de legitimidad política, tan acusada en EE.UU. como en el resto del mundo, ha debilitado las instituciones democráticas y disminuido la capacidad de una clase política tradicional acomodada en una suave alternancia. Nuevas élites tecnológicas han surgido de los márgenes del sistema con una crítica de la cultura y los valores del sistema académico que hacía el puente entre el conocimiento y las visiones humanistas del mundo. Por ejemplo, Peter Thiel creó una fundación para becar generosamente durante varios años a jóvenes universitarios de valía para que abandonaran sus estudios y se formaran por su cuenta. El avance de los valores progresistas en temas de género han llevado a una reacción machista tradicional, a veces de forma perversa. Por ejemplo, el mismo Thiel, homosexual reprimido por largo tiempo, lanzó en la Stanford Review que él dirigía, una campaña contra los derechos de los gays. Y son conocidas las múltiples anécdotas del comportamiento de Musk en sus diversos matrimonios y sus catorce hijos que pretendió nombrar con equis sucesivas.
Pero hay algo más profundo, que en cierto modo conecta con algunos de los orígenes culturales de Silicon Valley: la ambición demiúrgica de crear un nuevo mundo merced a su capacidad tecnológica. Una nueva humanidad inteligente y creativa. Y en cierto modo verificaron su predicción porque sus tecnologías cambiaron el mundo, aunque muchos objetamos (incluidos algunos de los grandes innovadores, como Bill Joy o Regis McKenna) su displicencia con los valores éticos. Los tecnócratas actuales van mucho más lejos en su aspiración de redefinir la vida: proyectan una nueva humanidad en otros planetas, como Marte, para un volver a empezar cósmico. Proyecto ya en marcha en el caso de Musk, pero en competencia con otros tecnócratas aspirantes de astronautas como Bezos. Y en otra versión de huida de la insoportable realidad que hemos hecho entre todos, el metaverso de Zuckerberg, a ver si nuestros avatares son más felices que nosotros.
Nuevas élites tecnológicas han surgido de los márgenes del sistema. Critican la cultura y valores del sistema académico que aunaba el conocimiento y las visiones humanistas del mundo
No es seguro de que las ambiciones de los tecnolibertarios puedan realizarse. No solo por la oposición de los demócratas del mundo entero, sino por lo inestable de su poder en la coalición trumpista. Recordemos que la fuerza esencial del trumpismo es una clase obrera blanca indignada con las élites y nacionalista antiinmigración. Y ahí Musk y compañía no son bien vistos. La defensa meritocrática de la inmigración para los mejores cerebros que propugna Musk ha chocado con el populismo de Steve Bannon (aún influyente en el trumpismo, aunque Trump lo apartara por su enfrentamiento con su familia) que rechaza toda inmigración, en una xenofobia nacionalista consecuente. Y, en realidad, lo que se está produciendo es una emigración de los mejores científicos hacia Europa, invirtiendo la tendencia secular que engrandeció EE.UU. Esa contradicción debilita al trumpismo, porque en el fondo Trump actúa sobre todo políticamente y no se casa con nadie. Si Musk empieza a ser una carga le dará menos vuelo aunque querrá tenerlo cerca por sus miles de millones y sus empresas. Legalmente además cuando usted lea estas líneas, Musk ya habrá dejado de ser empleado del Gobierno porque expiró su plazo.
Conclusiones
En cualquier caso, la alianza del nuevo Silicon Valley con el Estado, sea con Trump o con futuras administraciones, tiene una causa más profunda: la nueva confrontación geopolítica mundial (con Rusia, China, Irán, por no citar de momento a la UE), que ha relanzado la carrera armamentística y de ciberguerra. En los nuevos conflictos lo que decide es la capacidad tecnológica, en particular misilística, drones, satélites, interferencia electrónica, IA. Todo ello aumenta la influencia de Silicon Valley y asociados, al tiempo que genera enormes nuevos mercados. Su futuro no es Tesla (que no podrá con los coches chinos), sino Nvidia, OpenAI, SpaceX, o equivalentes.
Parece paradójico que esta poderosa deriva hacia el autoritarismo y el militarismo en el mundo se haga en nombre de la libertad. Pero no lo es tanto. Porque teniendo en cuenta la contradictoria historia de la existencia humana, con sus ángeles y demonios, deberíamos saber lo incierto del horizonte al que llevan los laberintos de la libertad.
Manuel Castells es profesor universitario. Titular de la cátedra Wallis Annenberg de Tecnología de la Comunicación y Sociedad, así como catedrático de Comunicación, Planificación Urbana, Relaciones Internacionales y Sociología, Universidad de California Meridional (Los Ángeles). Miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias (AAAS). Miembro de la Academia Estadounidense de Ciencias Políticas y Sociales (AAPSS). Miembro de la Academia Británica