Muerte natural

En pocos días Trump inicia su presidencia. Y habrá que ver qué hace con su petición de convertir Canadá en el 51º estado de la Unión o del posible uso de la fuerza para recuperar el Canal de Panamá y apoderase de Groenlandia, una amenaza que ha obligado a Francia y a Alemania a destacar la inviolabilidad de las fronteras de la UE. Aunque hay pocas certezas acerca de cómo va a evolucionar su mandato, si que desde Europa crece la convicción que su presidencia va a poner en jaque nuestra estabilidad.

Y no sólo por su exigencia de aumento del gasto en defensa y el posible final de la guerra en Ucrania, sino porque sus aranceles y el proteccionismo al que apuntan son un torpedo en la línea de flotación de la UE. Y, además, porque sus políticas tendrán lugar en un contexto de parálisis europea: en Alemania, avance de la extrema derecha partidaria de abandonar la UE; probable canciller del mismo color en Austria; y problemas parecidos en Rumania, Francia o Italia, entre los más inmediatos. Finalmente, del extremo oriente vienen otras turbulencias: deflación de precios y reducciones del tipo de interés y del valor de su moneda en China, que no harán más que acentuar las presiones competitivas sobre nuestra producción industrial, como Alemania ha sufrido ya con los vehículos eléctricos.

Como muchos cambios profundos, la Unión se acerca al final de su proyecto

En este difícil marco, la UE suele situar el optimismo de la voluntad como respuesta, como si plantearnos avanzar fuera más que suficiente. Pero ello no basta. Porque la idea de una Europa unida nació de unas circunstancias excepcionales: final de la II Guerra Mundial, auge del comunismo en Francia e Italia y omnipresente presencia, y amenaza, de la URSS. Sobre estas premisas, y avanzando en la cresta de la ola del optimismo que generó el capitalismo inclusivo, el proyecto europeo fue ganando adeptos y empuje, hasta alcanzar el euro.

Pero sus bases fueron siempre extraordinariamente débiles y eso lo pagamos ahora: Europa debería haber hecho sus deberes hace décadas pero no los hizo. ¿Quién va a recuperar hoy la idea de una UE federal, con gobierno y recursos centrales propios? ¿No recordamos que en los EE.UU. su Big Bang hacia el dominio tecnológico fue el resultado de intervenciones del gobierno federal y del Pentágono, invirtiendo recursos masivos en nuevas tecnologías? ¿O es que Silicon Valley apareció espontáneamente?

Los momentos actuales exigirían un gobierno central europeo, cuya ausencia acentúa la decadencia en la que nos encontramos. Por ello, y como muchos cambios profundos, la Unión se acerca al final de su proyecto. No de forma radical, ni inmediata, ni explícita: no habrá un momento, ni un acta que certifique su defunción. Será, viene siendo ya, un largo proceso de pérdida de importancia, de crecientes nacionalismos y, finalmente, de muerte natural. El espejismo al que nos encomendamos en los 80 ha sido eso, un espejismo. ¡Qué lástima!

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