

El antropólogo, lingüista e historiador Julio Caro Baroja publicó en los años 80 una compilación de textos dirigida a explicar el contexto político y sociocultural vasco bautizada con el expresivo nombre de El laberinto vasco. En aquellos años, marcados por la violencia, el horizonte de la normalización política aparecía anubarrado y el eminente autor trataba de ofrecer análisis profundos que ofrecieran un contexto histórico y sociocultural amplio.
Caro Baroja, no en vano, siempre sostuvo que muchas de las respuestas se encontraban en el siglo XIX, y en aquellos años trasladó un elocuente lamento a un joven periodista donostiarra en una de sus visitas a Itzea, la casa familiar de los Baroja: “¿Cómo es que, habiendo tenido el siglo XVIII gentes tan admirables y ofrecido un camino tan prometedor, se pudo caer en un siglo XIX tan atroz?”. Aquella reflexión quedó clavada en la mente de aquel periodista, el también escritor y economista Eugenio Ibarzabal, que casi cuatro décadas después le ha respondido con profusión a través del ensayo Muñagorri, el conde y las condesas (Erein).
“Aquella pregunta me inspiró: ¿Cuándo se fastidió todo esto? ¿Cuándo comenzó un problema que fue a más y a más? La respuesta creo sinceramente que está en el comienzo del siglo XIX. Ahí, en ese tiempo tenemos ya todo lo que ha venido después: todas las corrientes, todas las líneas de pensamiento y actitudes”, señala Ibarzabal, un referente periodístico muy conocido en el País Vasco que a mediados de los años 80, con José Antonio Ardanza como lehendakari, realizó una breve incursión en política, como portavoz del Gobierno vasco.
“Llega un momento en el que el encaje territorial se va rompiendo, y es a comienzos del XIX”
“Existían unas reglas del juego básicas que más o menos se respetaban, y el País Vasco-Navarro estaba cómodo. No era un oasis y, obviamente, existían muchos problemas, pero existía un encaje que no era excesivamente problemático. Las capas altas de los territorios vascos colaboraban y formaban parte de las élites de la Corona, con una cierta normalidad, y también del mundo militar, comercial… Sin embargo, llega un momento en el que eso se va rompiendo, a comienzos del siglo XIX, por decisiones unilaterales de la Corona y porque, básicamente, existe un afán centralizador y uniformizador”, añade.
En su última obra, Ibarzabal analiza con profusión un primer momento en el que se produce una reacción mesurada a aquel afán centralizador: “La protagoniza un mundo que viene de los caballeritos de Azkoitia: ilustrado, liberal, moderado, fuerista. Se van a situar en una posición de defensa constante, continua, del autogobierno vasconavarro”.
“Sin embargo, la entrada de los franceses, que va a generar más decisiones unilaterales por parte de la Corona y, sobre todo, la sublevación absolutista, con la entrada en juego de los carlistas, va a terminar de romper con todos los equilibrios que existían. Es ahí donde todo va a reventar”, explica Ibarzabal.
¿Qué fueron las guerras carlistas?
La vinculación de las guerras carlistas con la problemática territorial vasca es recurrente y a menudo se han situado en su propio origen. En opinión de Ibarzabal, no obstante, esa relación se ha explicado en demasiadas ocasiones desde posiciones interesadas y maniqueas, prácticamente partidistas. A lo largo de las más de 700 páginas de Muñagorri, el conde y las condesas, Ibarzabal ha buscado ofrecer una lectura profunda y detallada, muy documentada, sobre las razones que propiciaron aquel desastre.
“Si bien en la última guerra carlista (1872-1876) el componente religioso tuvo un peso importante, en la Primera (1833-1840) estamos hablando de otra cosa. La cuestión de los fueros fue central. La sublevación se inicia por una razón dinástica; sin embargo, la represión es tal por parte de los liberales que provoca una reacción muy fuerte en el País Vasco-Navarro de una población que ve cómo le están quemando el caserío, cómo están matando a sus familiares… Ese mundo ve en el fuero la posibilidad de volver a la situación anterior, de recuperar todo lo que la guerra se estaba llevando por delante. Los fueros son la cuestión central. Y no se trata de un tema de carácter meramente económico, ya que terminan siendo fueristas gentes muy diversas y con intereses diferentes. Los ingleses se dan cuenta en 1834. Lo ve Lord Eliot desde el inicio y lo ve Espartero en 1837. Tenemos muchísimos textos, y la prueba más rotunda es que en las negociaciones previas al acuerdo de Bergara, desde enero de 1839, no se habla de otra cosa que de la cuestión foral”, añade.
Otra particularidad de Muñagorri, el conde y las condesas es la relevancia que otorga a la “tercera vía”, a los seguidores del lema ‘paz y fueros’. “Todo ese mundo liberal vasco que viene del XVIII se va a encontrar con que el mundo liberal que viene de Madrid quiere uniformizar y centralizar, yendo claramente contra los fueros. Al mismo tiempo, va a ver cómo es el mundo absolutista el que, de alguna manera, se va a adherir a la defensa de los fueros. Y esos liberales vascos se van a encontrar en medio, a contrapié”, señala.
La valentía de Muñagorri
Es ahí donde Ibarzabal ha redescubierto la fascinante figura de José Antonio Muñagorri, un personaje poco conocido que termina siendo perseguido por unos y otros.
“Es un valiente, un hombre bravo que lo que quiere es la paz. Es un pacifista, y monta un ejército que llegaría a contar con 2.000 hombres con el objetivo de hacer de cuña entre los otros dos ejércitos. Quería convencer a los carlistas de que les están engañando, y busca separar la causa dinástica de la foral. Reivindica la idea de ‘paz y fueros’, pero los liberales tampoco le van a respetar porque se dan cuenta de que es una tercera vía. Al principio es un hombre de confianza del Gobierno liberal moderado de Madrid, pero termina arruinado y totalmente solo. Esa es su tragedia. Acabará asesinado como un perro delante de su mujer”, señala.
Para Eugenio Ibarzabal, Muñagorri representa el “compromiso hasta el final”, la búsqueda del pacto, del “mal menor para evitar lo peor”, de una paz que pretende evitar sufrimiento inútil.
“¿Cómo es posible que una persona como Muñagorri, que fue un pacifista, no tenga una calle en este país? Fue despreciado por unos y otros, y ese desprecio ha continuado hasta hoy”, resalta.
La historia no comienza con Sabino Arana
En este punto, el escritor donostiarra se muestra muy crítico con las distorsiones que ha provocado la política a la hora de interpretar, e incluso reivindicar, una parte de la historia del País Vasco.
“El problema es que para el mundo nacionalista vasco todo empieza con Sabino Arana y, en el lado opuesto, para el mundo antinacionalista vasco, que es profundamente nacionalista español, también: todo empieza con Sabino. Los primeros no han sido capaces de ver que existe toda una tradición vasquista que le precede, defensora del autogobierno y que se reivindica patriota, se sacrifica y se exilia o muere. Los segundos, vienen a decir que todo era armonía hasta que llegó un loco que lo trastocó todo. Eso no es así. Y es cierto que aquellos defensores del autogobierno vasco se declaraban españoles, lo que hace que la situación sea aún más grave. ¿Qué pasó para que esa gente dejase de ser española? ¿Qué se rompió? ¿Cómo se gestionó aquello?”, explica.
Todo está en el XIX
En la conversación con Ibarzabal, las reflexiones de carácter político saltan adelante y atrás en el tiempo. Del XIX al XXI, y del XVIII al XX. Del “paz y fueros” a la defensa del autogobierno en las últimas décadas. Del afán centralizador de determinado liberalismo español a “una derecha vasca y española que, salvo algunas excepciones, no tiene autoridad para hablar del autogobierno”. De la “intransigencia del carlismo y su salida al monte constante al purismo ideológico de ETA y la izquierda abertzale histórica”.
“Esa dificultad para poder negociar, para poder entender que hay que ceder, la vemos ya en el XIX. Cualquier adaptación se ve como una cesión”, señala.
En este punto, Ibarzabal no oculta su interés en reivindicar una tradición que se inicia con los Caballeritos de Azkoitia y sigue en el XIX con algunos de los protagonistas de su ensayo.
“Esa tradición la heredan los liberales moderados, que son fueristas y son vasquistas. Sigue, después, con la Sociedad Euskalerria de Fidel Sagarminaga y Ramón de la Sota. Y, finalmente, creo sinceramente que recogen esa herencia de defensa pragmática del autogobierno las tendencias mayoritarias en el PNV. No siempre en lo que dice, porque también van a aparecer tendencias más radicales, pero sí en lo que hacen y en su línea fundamental. Lo vemos en la revista Hermes, en la defensa del autogobierno que se hace hasta la II República o lo vemos en Juan de Ajuriagerra, que como Muñagorri siempre tuvo una actitud de optar por el mal menor, especialmente en el 36, y que tuvo una visión de rechazo clarísimo de la violencia”, explica.
El ensayo de Ibarzabal comienza, precisamente, con una frase de George Orwel en ese sentido: “Apoya lo malo para evitar lo peor”. “Es una idea de futuro, una máxima a seguir en las crisis fundamentales, en el País Vasco y en Europa. A veces evitar tragedias es tan importante como conseguir logros. Porque luego lo paga la población. Así lo cantó el bardo Xenpelar: “Gerra nahi duen guztiari, berari kendu bizia (Al que quiera guerra, que le quiten a él la vida)”, concluye.