“Pase lo que pase, nos vemos en Beirut”

El futuro no existe para los libaneses.

Y mucho menos una noche de verano en un rooftop pijo del centro del Beirut, entre copas y solos de saxo, en primera fila para ver las estelas de los misiles iraníes en su camino aciago hacia Tel Aviv.

El pequeño país levantino se ha ganado la fama de saber torear tanto guerras como crisis económicas a base de hedonismo y marcas de lujo, con el derroche como política económica nacional.

“Pase lo que pase, nos vemos en Beirut”, asegura una de las páginas de ocio con más seguidores de la nación. La frase se ha convertido en un mantra, especialmente para la diáspora libanesa –se calcula que dobla en número a la población local, estimada en 5,8 millones–, que esperaba con ansia este verano después de dos años de guerra.

Bolsos y coches de alta gama, labios operados y músculos de gimnasio pasean por las calles de los pueblos costeros del norte del país. Las noticias diarias de los bombardeos en el sur no tienen eco en las playas privadas de Batrún y Biblos: la escapada para los cristianos que han hecho fortuna en el extranjero y pasan la época estival en villas y restaurantes mediterráneos. La privatización del espacio público obliga a pagar un mínimo de 20 euros por una hamaca y acceso al mar.

“Salgamos de marcha hoy, por si mañana estalla otra guerra”, dice Jawad, chií del valle de la Beqaa

Cada fin de semana, miles de coches han colapsado las salidas de Beirut, cuya costa contaminada no permite darse un chapuzón. Tres o cuatro horas de atasco en la única carretera que conecta la capital con el norte son parte del precio a pagar. La alternativa son las playas del sur, en Sidón y Tiro, públicas y menos masificadas, pero donde las alertas por ataques israelíes pueden interrumpir el baño.

Líbano cicatriza sus heridas a una velocidad sobrenatural. En Beirut, los esqueletos de los edificios arrasados durante el pasado otoño aún permanecen en el sur de la ciudad, sin benefactor ni inversor que los reconstruya. Los rostros de los “mártires” de Hizbulah penden de las farolas y las tiendas, que continúan con su actividad a pesar del zumbido constante de los drones israelíes, que ya se han convertido en la banda sonora del lugar.

“Mi familia está preocupada por la situación en la región, pero desde que puse un pie en Beirut, me he sentido seguro”, asegura Miguel, turista de Miami, que escogió la ciudad para pasar los meses de verano. Durante el día, los beirutíes matan el calor húmedo en piscinas de asfalto rodeadas por el mar. “Para los que vivimos aquí y no tenemos casa en la playa, es un plan ideal”, dice.

Estos lugares sacan el verdadero carácter beirutí. En Long Beach, en la esquina oeste de la ciudad, un grupo de adolescentes renueva el carbón de su narguile hasta que cae el sol. Su pasatiempo es ver a los aviones rozar los rascacielos de Hamra en su camino al aeropuerto, situado a solo unos quilómetros del centro de la ciudad.

“Siempre hay algo que hacer en Beirut, es difícil por el mundo encontrar un sitio donde haya fiesta cada día”, dice Miguel bronceándose. En esta esquina del mundo árabe ha encontrado un verdadero paraíso queer: “Lo difícil es no encontrarse con gais en un bar”, bromea.

El epicentro del ocio nocturno es la calle Armenia, en la parte cristiana de la capital. Pequeños locales con la música a todo volumen se llenan de lunes a domingo. La clientela, mayoritariamente libanesa –es difícil distinguir religiones en antros con poca luz–, baila al ritmo del cantante egipcio Omar Diab y otros artistas de Oriente Medio. En esos momentos, poco importan los cortes de luz que interrumpen la música durante unos segundos, antes de que el generador compense la falta de electricidad del Estado.

Otros clubs más exclusivos, como el Sky Bar, cobran entrada de hasta 50 euros por sus sesiones de tecno con vistas al paseo marítimo. Durante la invasión del otoño, el recinto se convirtió en refugio para los desplazados del sur. Decenas de familias dormían en colchones sobre el suelo psicodélico de la discoteca, que recientemente ha recuperado su agenda de dj internacionales.

Pero la paz no es algo que se pueda dar por sentado. “Salgamos de marcha hoy, por si mañana estalla la guerra”, dice con una sonrisa Jawad, chií del valle de la Beqaa, que tras la guerra el pasado otoño tiene miedo de que “cada noche pueda ser la última en la que podamos disfrutar”. Vivió los intensos bombardeos en su pueblo natal, y le preocupa que la contienda se reanude.

La geopolítica se cuela en conversaciones en cafés y bares; hasta las señoras cargadas de collares de perlas auguran lo malo que está por venir. El conflicto en Gaza, las tensiones entre Hizbulah y el ejército libanés y la eterna crisis bancaria de Líbano siempre están sobre la mesa. Mientras la fiesta continúa en la calle Armenia, los milicianos chiíes preparan una marcha para protestar antes las decisiones del Gobierno.

Jawad arquea la ceja: “Espero que esto no acabe en una nueva guerra civil. Como si una no hubiera sido suficiente para los libaneses”.

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