Hay fotos que pasarán a la historia. La tomada el lunes 13 de octubre del 2025 en Sharm el Sheij consagra el triunfo del nihilismo global de la mano de su profeta: Donald Trump. Digo nihilismo porque refleja la negación ética de cualquier valor político. Algo que no solo constata de facto el fin de la democracia liberal, sino la indignidad de quienes fueron sus palmeros por voluntad propia para mostrar al mundo que ellos también estuvieron allí.
Lo sucedido en la cumbre de paz para Gaza no se inspira en el realismo de la guerra fría ni tampoco en la lógica posibilista que puede llevarnos a admitir que, en muy contadas excepciones, el fin puede justificar los medios. Por ejemplo, detener el genocidio de Gaza. Pero, ¿era necesario hacerse una foto en forma de selfie con Trump pulsando la cámara? Que en ella estuvieran Trump y los jeques del golfo Pérsico con sus primos saudíes, Erdogan, Al Sisi y los representantes de los terroristas de Hamas y del Gobierno de Netanyahu, sería lo lógico. No en balde, se trata de una paz que no está basada en la justicia que depende del respeto del derecho internacional público, sino en los negocios que se desprenderán de ella.
La paz se construye en Gaza sobre los cimientos de un negocio inmobiliario
Aquí está lo terrible del asunto. Que la paz se construye en Gaza sobre los cimientos de un negocio. Algo promovido por agentes inmobiliarios neoyorquinos a partir de reglas que se desprenden de una teoría de juegos aplicada a la política internacional y que está tomada de la experiencia del Monopoly especulativo practicado por Trump en Manhattan. En fin, un business case alrededor de la paz como modelo de negocio y que se traducirá en una distopía de ocio que replicará Las Vegas en las dunas mediterráneas de Gaza.

El presidente de EE.UU., Donald Trump
Que las víctimas palestinas no quieran seguir siéndolo y prefieran vivir como mano de obra barata es injusto pero comprensible, desgraciadamente. También, a pesar de la ignominia de su ocio, que los emires árabes anhelen tumbarse al sol del Mediterráneo ya que no pueden hacerlo en Beirut. Incluso es razonable, aunque despreciable por su falta de ética empresarial, que sean las grandes constructoras anglosajonas que dominan la región las que recluten a los profesionales expatriados que actuarán como capataces de las obras que materializarán el plan de desarrollo que, libre de impuestos, convertirá las ruinas y escombros de Gaza en resorts.
Pero, ¿qué hacían los líderes de las pocas democracias liberales que aún pueden ponerse esa etiqueta institucional en su tarjeta de presentación global? ¿Querrán hacer méritos para formar parte en el futuro del consejo de administración del que ya participa Tony Blair y que velará porque todo se cumpla de acuerdo con los plazos de ejecución previstos? Eso, o el miedo. El miedo a ser humillado en público por el nuevo Augusto del Oriente Próximo si uno no se pliega ante su caudillaje.