Donald Trump presume de pacificador. Dice que ha puesto fin a ocho guerras, y que por eso merece el Premio Nobel.
El problema no es ya que su lista de logros esté hinchada –por ejemplo, menciona a Egipto y Etiopía, cuando estos países no están en conflicto bélico–, sino que la mayoría de acuerdos que sí que ha sellado este año se están tambaleando. Porque no es lo mismo proclamar la paz que hacer que esta sea efectiva.
Basta ver lo sucedido con su mediación entre Ruanda y la República Democrática del Congo. El 4 de diciembre, los líderes de ambos países acudieron a Washington para ratificar el acuerdo de paz alcanzado en verano con la intervención de la Casa Blanca. El lugar elegido para la firma fue el Instituto de EE.UU. para la Paz, recién rebautizado con el nombre del presidente estadounidense –toda una paradoja, teniendo en cuenta que Trump ordenó desmantelar este organismo poco después de volver al poder–. Exultante, el republicano dijo que aquel era “un gran día para el mundo”. “Vamos a ver resultados muy pronto”, auguró. “Han pasado mucho tiempo matándose entre ellos, y ahora van a pasar mucho tiempo abrazándose”.
No se había secado la tinta de la firma y los combates en el este del Congo ya se estaban intensificando. Cuatro días después del acuerdo, Naciones Unidas alertaba de que más de 200.000 personas habían tenido que abandonar sus hogares por el avance del M23, el grupo rebelde respaldado por Ruanda.
Soldados del M23 en la ciudad congoleña de Goma, el pasado junio
La mediación de Trump en la disputa fronteriza entre Tailandia y Camboya ha resultado igual de decepcionante. En octubre, el magnate obligó a ambos países a firmar un acuerdo de paz para evitar una nueva escalada militar como la vivida en julio. Pero la calma duró 43 días: el pasado lunes, los dos estados reanudaron los ataques en su frontera común, provocando el desplazamiento de medio millón de personas.
Y la situación de Gaza es bien conocida. Si bien Trump puede jactarse de haber evitado el agravamiento de la catástrofe humanitaria provocada por la ofensiva israelí, el conflicto está lejos de cerrarse. Pese al alto el fuego vigente desde octubre, Israel sigue bombardeando la franja con regularidad.

Es cierto que, a lo largo de la historia, numerosos procesos de paz han fracasado. De hecho, los expertos dicen que, coincidiendo con la creciente inestabilidad mundial, cada vez es más habitual que no se pase de la primera etapa, la del alto el fuego. Pero los acuerdos alcanzados por Trump parecen especialmente frágiles, predestinados a desmoronarse. ¿Por qué?
“Los conflictos armados son complicados, y Trump no aborda sus raíces”, responde Vicenç Fisas, especialista en procesos de paz que ha participado en negociaciones en medio mundo. “El del Congo, por ejemplo, se remonta a los años noventa, y en él está implicado el M23, un actor al que EE.UU. ha ignorado”, explica el analista, quien cree que Trump, más que un pacificador, es un mero negociador que reduce todo a una cuestión de dinero, sin tener en cuenta los múltiples factores que intervienen en cada disputa (religión, identidad, autogobierno…).
De hecho, el presidente estadounidense ha dejado claro que desprecia la diplomacia. En sus mediaciones, aplica el mismo enfoque empresarial que en su vida anterior como magnate inmobiliario: busca acuerdos rápidos, que prioricen los beneficios económicos, y no duda en ejercer la presión coercitiva para lograr sus objetivos.
Una visión puramente transaccional que se plasma en su decisión de confiar la gestión de los conflictos de Gaza y Ucrania a Steve Witkoff y Jared Kushner, tiburones de las finanzas sin experiencia diplomática. Para Trump, cualquier guerra se puede resolver con un contrato de una veintena de puntos.

“Parece que a Trump le dé lo mismo dónde esté firmando cada acuerdo”, dice la investigadora María Villellas, codirectora de la Escuela Cultura de Paz de la Universitat Autònoma de Barcelona, quien menciona otra debilidad de los pactos fraguados por el magnate: “Normalmente son las partes en conflicto las que acuden a un mediador para resolver sus diferencias, pero aquí vemos que EE.UU. se autonombra mediador, sin que haya una relación de confianza”.
Esto dificulta el compromiso a largo plazo de los actores implicados en los acuerdos, que a menudo se mueven más por el miedo a las represalias de Washington que por el interés genuino de llegar a un entendimiento. Es el caso de Tailandia y Camboya: ambos países acataron el pacto impuesto por Trump para evitar el castigo de los aranceles, pero a la mínima han vuelto a las armas.
Villellas también remarca que cualquier acuerdo de paz que se precie necesita atención y paciencia: “Son procesos largos, que enfrentan muchos obstáculos. Por ejemplo, en el conflicto de Colombia, la parte pública de las conversaciones duró cuatro años, y contó con el apoyo de todo un entramado de negociadores, con sus tiempos y métodos de trabajo”.
La historia demuestra que los procesos de paz no son lineales: las negociaciones empiezan, se estancan, se rompen, vuelven a empezar. No es fácil alcanzar un acuerdo sólido, siempre hay una infinidad de elementos en juego.
“En un proceso de paz hay que evitar ambigüedades, contar con interlocutores legítimos, establecer garantías para cumplir con lo acordado, prever el desarme y desmovilización, contemplar incentivos para acabar con la guerra…”, enumera Fisas, quien recalca además la importancia de evitar que una de las partes se sienta humillada. “La paz llega cuando todos se sienten ganadores”, resume.
Una máxima que ignora Trump. Su mundo se divide entre vencedores y vencidos. Él quiere estar del lado de los primeros, y así lo plasma en sus efímeros acuerdos de paz.
