Comprender las causas de un conflicto o los fallos de un sistema sociopolítico implica que el gobernante debe estar dispuesto a que las soluciones eliminen los privilegios de la elite dominante. Por eso Trump no quiere entender nada.
Durante su discurso de la victoria en el parlamento israelí, Donald Trump anunció que su amigo Steve Witkoff no sabía nada de Oriente Medio cuando fue a la región a negociar un alto el fuego en Gaza. También admitió que no tenía ni idea de Rusia cuando lo envió a Moscú a verse con Putin para tratar de solucionar la guerra de Ucrania. No importa. Dijo que Witkoff, magnate inmobiliario con el que había hecho varios negocios, era un gran negociador, además de un gran tipo. “Gusta a todo el mundo”, aseguró entre el aplauso de los diputados y el sonrojo del propio Witkoff, sentado en la tribuna de invitados.
Comprender de qué va el conflicto es, precisamente, lo que Trump cree que no debe hacerse. Él ha podido sacar a los rehenes israelíes de Gaza sabiendo muy poco de la historia del conflicto. Mientras ensalzaba a Witkoff y, de paso, también a su secretario de Estado, Marco Rubio, sin duda uno de los más ninguneados jefes de la diplomacia estadounidense, Trump se burló de Henry Kissinger y del puente aéreo diplomático que estableció entre las capitales árabes para consolidar la paz después de la guerra del Yom Kippur. Demasiado trabajo y demasiados detalles. Si, como dicen, el diablo está en los detalles, lo mejor es no tenerlos en cuenta.
Han pasado 51 años y el mundo de Trump es muy diferente al de Kissinger. No estamos, como entonces, en una pugna ideológica entre dos superpotencias con la suficiente capacidad nuclear para destruir el mundo. Estamos en un cambio de era. La tecnología nos lleva a un mundo del que ni siquiera sabemos la relación que tendrá el ser humano con las máquinas y, frente a esta incertidumbre existencial, la guerra eterna entre dos pueblos pequeños por una tierra pequeña que no quieren compartir es solo una molestia y una distracción con la que no hay que perder mucho tiempo.
Trump no invita a la elite tecnológica de Silicon Valley a cenar en la Casa Blanca para saber en qué consiste la inteligencia artificial, como tampoco invita a los líderes árabes y europeos a Sharm el Sheij para que le expliquen los vericuetos de Oriente Próximo y así resolver de una vez por todas el encaje de Israel en la región.

El descanso de un mensajero motorizado, ayer en Caracas
La fortuna del presidente de EE.UU. ha pasado de 3.000 a 7.300 millones de dólares en un año
No. Trump no quiere comprender. Prefiere no hacerse preguntas que puedan comprometer su modo de vida y su visión del mundo. No necesita este conocimiento, por ejemplo, para que la presidencia de Estados Unidos le ayude a ganar aún más dinero. La revista Forbes ha calculado que desde que recuperó el poder hace un año su fortuna ha pasado de los 3.000 a los 7.300 millones de dólares.
Trump no está solo en esta incomprensión voluntaria del mundo. Los presidentes y primeros ministros europeos también hacen ver que todo va bien cuando, en realidad, casi todo está por hacer. El sistema sociopolítico que nos gobierna necesita un profundo reajuste para corregir los desequilibrios que provocan la inseguridad de una ciudadanía perdida en un laberinto de incógnitas y ansiedades, y a la que solo parecen asistir los movimientos radicales.
No se puede arreglar lo que no se comprende, pero comprender de verdad es muy difícil. Depende mucho más de la ética que de la inteligencia.
Comprender la desigualdad, por ejemplo, implica estar dispuesto a aceptar una redistribución política y económica. Una democracia más horizontal o una economía social de mercado más sólida –soluciones que servirían para reajustar el sistema– pondría en peligro los privilegios de la minoría dominante.
El mismo dilema afrontaron los gobiernos de la revolución industrial. El sistema productivo favoreció los monopolios, la desigualdad y la corrupción, fallos que se corrigieron con derechos laborales, leyes antimonopolio y un estado de derecho reforzado.
Trump no quiere entender porque no quiere perder privilegios. Sabe de sobra que si son compartidos no son privilegios.
En este sentido, no cree que deba entender Gaza para pacificarla y reconstruirla. Basta con acorralar a Netanyahu mientras los árabes hacen lo mismo con Hamas. El incentivo está muy claro. No es por la paz y la democracia, sino por los negocios.
La misma regla explica la campaña militar contra Venezuela. Quiere su petróleo, como George W. Bush quiso el de Irak en el 2003.
Trump hace negocios: Torres en Gaza, minerales en Ucrania y petróleo en Venezuela
Durante muchos meses, Trump estuvo a favor de la limpieza étnica de Gaza. Netanyahu se lo propuso y él se emocionó con la riviera del Mediterráneo. Lo que ahora intenta no es muy diferente. La dinámica es la misma: dominio y sumisión con afán de lucro sobre aquellos que sufren dolor y carencia. Es igual que sean venezolanos, ucranianos o palestinos.
El día que la reconstrucción de Gaza sea posible, los gazatíes serán mano de obra barata bajo un régimen colonial y lo mismo les pasará a los venezolanos en una democracia tutelada desde Washington. Los ucranianos ya le han cedido buena parte de sus recursos minerales a cambio de que los proteja de un Putin que, tarde o temprano, será socio del mismo Trump.
La incomprensión y la ignorancia permiten a Trump eliminar los parámetros morales y legales que han permitido gestionar nuestra civilización. En su mundo no hay lugar para los pueblos y los hombres iguales.
Es un mundo, sin duda, terrorífico, pero no uno que no haya sido derrotado una y mil veces por la fuerza de los hombres que entienden que vivir es mucho más que sobrevivir.